martes, 17 de agosto de 2010

"Contraluz" de Thomas Pynchon

Cuando Webb siguió su camino, el perro se levantó y ladró un rato, no como advertencia ni tampoco irritado, sólo por mostrarse profesional.

(Thomas Pynchon, "Contraluz", traducción de Vicente Campos)

La fascinación por la lectura alcanza al fiel lector un determinado número de veces en la vida, en ocasiones desde la infancia, otras veces desde la pubertad, normalmente desde la juventud. He recordado estos días la ampulosa frase de Jorge Luis Borges cuando en su prólogo a Los Demonios -en el cénit de su popularidad, a mediados de los prometedores ochenta- comenzaba diciendo: Como el descubrimiento del amor, como el descubrimiento del mar, el descubrimiento de Dostoievski marca una fecha memorable de nuestra vida. Suele corresponder a la adolescencia; la madurez busca y descubre a escritores serenos.
No sé si Thomas Pynchon podría ser calificado como un escritor sereno a sus fructíferos 73 años. Lo descubrí y me deslumbró hace ya algún tiempo, antes de publicar su Mason & Dixon, cuando ya era una celebridad, cuando V y otras novelas escritas por él en los sesenta ya eran verdaderas novelas de culto y cuando a mí me acosaban no pocos problemas propios de una madurez prematura.
Pero el caso es que en este tórrido verano de 2010 he vuelto a sentir la maravillosa sensación de la lectura fascinada con esta extraordinaria novela escrita en 2006 y ahora publicada en España con el título de Contraluz y que nos traslada desde una Metrópolis de alabastro, la imponente Exposición Universal Colombina de Chicago de 1893, quizá el lugar más europeo que haya existido nunca fuera de nuestra infinita Europa, justo la exposición que conmemoraba el cuarto centenario del descubrimiento, hasta el aún más imponente y creciente abismo de la Gran Guerra.
En épocas de ingratitud hacia la verdadera cultura, cuando se usurpa el destino de lo excelente por la mediocridad, siempre tan previsible y obstinada, la lectura de una obra magistral nos regala una buena dosis de dignidad. No tanto para ser más libres o eficaces como para confiar en el destino con cierta honestidad e impaciencia, es decir, rejuvenecidos. Creo que era Borges también quien señalaba que lo que realmente necesita la literatura es un buen número de agradecidos lectores. Mucho anota en su haber nuestro autor porque una vasta muchedumbre de lectores de todo el mundo agradecerán, una vez más, al oculto genio de Pynchon -y de su traductor- este prodigio narrativo que tanto nos consuela y nos reconcilia con el  abrupto viaje de nuestro tiempo.