jueves, 9 de septiembre de 2010

Panorama interior: Rábida y memoria

La tarde, especialmente luminosa, alienta una ensoñación moderada. Rechazada la invitación para tomar la canoa hasta Punta Umbría compartiendo cena con los alumnos del curso, me queda la soledad del mirador, tan placentera, con la lectura de un clásico revisitado. Lamentablemente, mi visita no es muy prolongada.
Este paraje de La Rábida, otra deliciosa esquina del mundo, cuenta con esa rara virtud de una autenticidad renovada. Por lo general, los lugares históricos son torpemente manipulados por la ocurrencia de autoridades y gestores públicos que les arrebatan esa condición primigenia que los explica con mayor facilidad y que les permite llegar hasta el presente transmitiendo el mismo espíritu que existía cuando se vivió el cotidiano presente de la futura efeméride.
Es muy fácil imaginar, sobre este remoto alcor donde se abrazan el Tinto y el Odiel, la hospitalidad del sencillo cenobio franciscano que sirvió para que Cristóbal Colón se enfrentara a los siempre engorrosos preparativos de un viaje oficial que lo llevó hasta el Descubrimiento. La sencillez del paraje, no obstante, es más aparente que real. Su delicadeza y su inmenso privilegio geográfico queda demostrada por una historia jalonada de dioses y advocaciones, desde el altar votivo que los fenicios dedican a la diosa Baal, pasando por el templo romano de Proserpina, por la rápita de los frailes guerreros musulmanes que guardaban la costa fronteriza, por los caballeros templarios que socorrían veleros acosados por piratas, por el austero monasterio que pervive para que aquellos a los que nos gusta ver lo que ya no está podamos contemplar, como nos diría Fernando Pessoa, a memória das naus.
La importancia de La Rábida es la de sobrevivir sin traicionarse. Su ruina auguraba, a  finales del tórrido XIX hispánico, el olvido frecuente e inevitable de nuestros monumentos apartados: Sólo la voracidad de los centenarios, el interés de la monarquía y el éxito de una respetuosa rehabilitación han permitido que podamos disfrutar esta discreta y esencial memoria. Y hasta enriquecerla. Cuando la expedición del Plus Ultra parte de allí rumbo a Buenos Aires en 1926 su permanencia ya está garantizada. El éxito ha sido el de convertirse en lugar común porque la estela que  allí se inicia no es la de una simple conquista, es la de una emigración que parte con la ligera esperanza de volver porque busca un hogar no en otra sociedad más próspera sino en un nuevo mundo. Quienes partían, al margen de algunos actuales excesos indigenistas, ya eran americanos. Por eso, las jóvenes repúblicas decimonónicas de América han sabido respetar y reconocer muchas veces y mucho antes que nosotros, este escondido enclave como un tierno y lejano origen.