miércoles, 3 de noviembre de 2010

Panorama exterior: Shutter Island o la imagen barroca

2010 será el año en el que todos pudimos ver Shutter Island, la última película de Martin Scorsese, una obra que ha tenido la virtud de despertar algo tan inusual y saludable como la división de opiniones, lo cual es verdaderamente meritorio en una producción norteamericana de ochenta millones de dólares. Confieso que me incluyo entre los devotos de esta triste y compleja historia, basada en la novela de Dennis Lehane, el autor de Mystic River, que aborda el profundo abismo del dolor y la locura con el siniestro telón de fondo de la lobotomía. La verdad es que mi aprecio por la cinta es más intuitivo que racional, aunque bien podría señalar su deslumbrante fotografía, una insuperable dirección artística o una banda sonora que integra nombres esenciales de la música contemporánea como el de John Adams o Max Richter. Un monumento al barroquismo cinematográfico que demuestra, igual que ese prodigioso  del interior de la Iglesia de la Compañía de Quito, que es perfectamente posible mezclar el barroco más puro con la sobriedad.
La perspectiva de la completa locura que ya nos ofreciera, con menor brillantez, Ron Howard en Una mente maravillosa es muy apropiada para explicar los efectos de la imputabilidad penal. Los crímenes en los que se aprecia esta circunstancia eximente ofrecen en ocasiones una duda metódica  al penalista que no acaba de entender que un delito plenamente acreditado pueda quedar sin castigo. No se trata de buscar la satisfacción de una torpe retribución, es algo mucho más complejo, es un incremento de la aspereza propia del juicio que conduce al análisis objetivo de un crimen, es la ingrata sensación de impotencia que produce la incapacidad de todo el sistema legal para mitigar el desorden de una enfermedad que se sustenta en el daño a los otros.
El verdadero dilema, sin embargo, radica en plantearnos si el interior del delirio puede llevar aparejada  alguna  forma de culpabilidad porque el enfermo siempre podría, en el acontecer de su mundo imaginario, tomar la decisión plenamente voluntaria de delinquir, de actuar con toda crueldad, de vulnerar los mismos deberes y principios que son exigibles al hombre cuerdo que sigue entre nosotros. Nunca hemos querido juzgar el interior de la locura porqué sería una pretensión descabellada. Algo parecido se intenta en esta película preciosa y arrebatada que se inicia con un barco que sale de la bruma y que traslada dos hombres solitarios que podrían ser, como señaló el poeta Fernando León en una memorable dedicatoria, aquellos que cruzaron la frontera, cónsules de la razón.