domingo, 26 de diciembre de 2010

Panorama interior: Las ciudades vacías

Un genio intuitivo y ensimismado, Eugène Atget, fotografiaba las ciudades vacías. Con el tiempo he sabido que esta desnudez era totalmente involuntaria. Muchos de sus clientes eran organismos oficiales que deseaban documentar el viejo París que desaparecía y expresamente le pidieron la total soledad de las calles y esquinas a punto de sucumbir. Se ha dicho que sus fotografías tienen un aire fantasmal y retratan lugares en los que parece que acaba de cometerse un crimen. Quizá lo que Atget retrataba era la fatalidad de la desaparición. En cualquier caso, no pudieron aquellos felices burócratas hacer mejor elección que encargar al maravilloso fotógrafo que no quería firmar sus fotografías este arduo trabajo que hacía caminando con su pesada cámara de fuelle de veinte kilos, arrastrando por la ciudad su condición de actor y pintor fracasado y, como él mismo decía, documentando todo lo que veía y pensaba que podía desaparecer. Elegía las horas limpias del amanecer y creía que la mayor virtud que poseían sus fotos era la de servir a los pintores como referencias básicas para detallar sus cuadros. Así lo hicieron maestros como Maurice Utrillo, como Georges Braque o André Derain.
En el fabuloso retrato que le hiciera en 1927, el año de su muerte, su asistente, la fotógrafa norteamericana Berenice Abbott, la misma que compró sus diez mil negativos a su inocente hermano, puede verse tras él un halo blanquecino que parece esconderse tras ser descubierto por la cámara. Parece posar con decisión y hasta con cierta sorna, quizá sabedor del buen hacer de su cotidiana compañera de trabajo que sabrá captar toda su estrechez económica, su incomprensión, una cierta desconfianza en los demás y quizá la leve sospecha de una genialidad, la que le asegura su vecino Man Ray que posee, pero que no termina de creer.
Paseando estos días, a pesar de las fechas proclives al desmedido consumo, he vuelto a ver algunas ciudades vacías y esto me hace reflexionar. He pensado que debían fotografiarse y me acordé del ejemplo de mi admirado Eugène Atget. En realidad, cada vez que un edificio va a demolerse, cada vez que se traza una nueva calle o una avenida debiéramos fotografiar ese mismo lugar modificado para conocer mejor nuestro pasado y la virtud de nuestras decisiones. La ocurrencia de Atget de fotografiar los escaparates pone de manifiesto su acierto y su curiosidad por la vida y por el cauce cotidiano que nos entrega el tiempo que nos toca vivir. Estas ciudades vacías de la crisis, llenas de luces inútiles y escaparates de neón, tendrían que ser fotografiadas. Quizá podríamos sentir entonces mejor la realidad y sus verdaderas preocupaciones, elegir las horas del amanecer o de la noche más oscura y hasta buscar algún incomprendido Atget que viva  humildemente entre nosotros.