lunes, 31 de enero de 2011

La Vega de Granada como diálogo histórico (Introducción de un breve estudio)


La capacidad de dialogar con el entorno es singularmente propicia en los lugares históricos. El hombre carece de una perspectiva temporal suficiente que compete a muchas generaciones, pero aquellos lugares habitados de una cierta extensión y límites reconocidos, explotados racionalmente por la mano de la agricultura, modificados armoniosamente desde su estado original y convividos a lo largo de la historia, suelen depositar en la memoria colectiva un poso de experiencias comunes, de soluciones y problemas que terminan por hilvanar un sereno y hondo discurso favorable al desarrollo socioeconómico y a la mejora de nuestras aspiraciones estéticas y de las condiciones de vida.
En el caso de Granada, la antigua capital de un reino para muchos remoto pero siempre nombrado, plenamente conocido y comunicado con las grandes urbes de su tiempo, meridional y legendario, ha sido esencial el diálogo sostenido por la ciudad con el agua que la enriquece. Las abundantes nieves de Sierra Nevada, las aguas cercanas del Mediterráneo y, en lo que ahora nos interesa, el agua que atesora la tierra de La Vega y que convirtió su alfoz en un delicado mundo de fértiles cultivos y de convivencia, han marcado un imaginario colectivo que siente la firme convicción de la ubicación de su ciudad en un lugar único y privilegiado. Pero esta singularidad territorial, como es obvio, no es una mera cuestión geográfica sino un amplio devenir histórico que ha generado una inmensa riqueza cultural que no debiera perderse. Tampoco la Vega es simplemente una comarca: Se trata de una fórmula armoniosa y perdurable de explotación de los recursos naturales, de sabia pervivencia y de prosperidad sobre la que se cierne, lamentablemente, el riesgo de su extinción.
Se ha discutido con brillantez acerca la incidencia real de este y otros entornos en la construcción de un Ser granadino que, según se afirma, no se construye con los ladrillos de la geografía. Nadie negará, sin embargo, cierta aportación decisiva del fruto y del paisaje porque, teniendo en cuenta que la libertad es más poderosa que la naturaleza, el entorno natural que abraza nuestra asombrosa ciudad genera, como nos asegura el mismo filósofo, un ser transitivo, esto es, un ser que no nace, no permanece sino que continuamente se transforma. Hablamos, por tanto, de fruto, de decisión productiva, de la naturaleza transformada, del territorio antrópico, de una sólida estrategia social y económica para que la ciudad alcance la mayor pujanza y el más extenso recorrido de su lengua y cultura; de ahí que sostengamos la importancia de señalar al comienzo de nuestro estudio la aparición de unas condiciones especialmente propicias para sostener un diálogo histórico que solo viene relativamente determinado por las condiciones físicas que impone la geografía.
Recordemos también en este punto que el alfoz, concepto históricamente ligado con la España musulmana y la agricultura, se integraba por las pequeñas poblaciones rurales que dependían de la autoridad de aquella ciudad o villa principal que circundaban. En la actualidad, el concepto se amplía de forma aparente, al trasladarse al campo normativo y al urbanismo, para definirse como aquel conjunto de diferentes pueblos que dependen de otro principal y están sujetos a una misma ordenación. Decimos que esta ampliación es solo aparente porque la legislación municipal, a pesar de la referencia explícita a la ordenación, establece un nuevo marco de decisión en el que el viejo concejo no impone su criterio y reduce sus límites territoriales, si acaso, hasta el humilde arrabal deficitario de servicios públicos y asistenciales. Esta nueva forma de afrontar la realidad geográfica, marcará su destino porque transformará lo que ha sido un territorio esencialmente productivo en un soporte urbano, transformación que comporta que puedan destruirse numerosos valores patrimoniales.
El análisis de esta vieja y enriquecedora realidad compartida de la ciudad con su alfoz ha merecido algunas excelentes aportaciones de la historiografía española del siglo XX que resultan, por su proximidad, claramente aplicables al caso de Granada y su Vega. Efectivamente, el diálogo fructífero de la ciudad con su alfoz produce una próspera tranquilidad que rompe esa tradicional rivalidad existente entre la ciudad y el campo. No se trata, ni mucho menos, de un sometimiento: Al margen de la capacidad de ordenación de la urbe como magnitud inevitable para superar distintas limitaciones sociales, tiene lugar un respeto recíproco de cada magnitud territorial que permite un crecimiento y desarrollo compatibles de ambas coordenadas para la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. Urbe y campo se reconocen, comprenden la importancia de persistir y mejorar de una manera equilibrada, respetan el papel que se les asigna para el sostenimiento de la vida social.
Pero además, en el caso del alfoz granadino, es evidente que este diálogo satisfactorio, de un lado, incrementa las condiciones de privilegio geográfico sobre las que se asienta la ciudad y, de otro, incrementa su área de influencia al establecer ciclos productivos de mercancías perdurables y valiosas que generan la primera industrialización y rutas comerciales que favorecen de manera especialmente intensa su desarrollo y la proyectan hacia el exterior. La autoridad de la ciudad para ordenar el entorno productivo agrario no es, por tanto, solamente la autoridad material que impone el mercado sino la del ágora que conjuga ese mercado con la cultura, con la buena administración de los bienes públicos y con la pacífica convivencia.
Es cierto que este enriquecedor diálogo histórico continúa en la actualidad pero ahora es un discurso arrinconado que sufre, cada día, una mayor y más acusada debilidad. La importancia de Granada como capital administrativa o como distrito universitario, el desarrollo demográfico, la economía especulativa triunfante en el albor del milenio, todos ellos, en mayor o menor medida, son poderosos elementos que rompen definitivamente las condiciones propicias del discurso territorial para el futuro de la ciudad histórica. Lo hacen, paulatinamente, consiguiendo que arraigue la idea de transformación de la Vega desde una primaria condición productiva hasta su actual consideración, en la opinión de diversos agentes económicos y sociales, como un mero soporte demográfico de inmenso valor material y de naturaleza no cultural sino inmobiliaria.