domingo, 6 de febrero de 2011

Piedad de Eduardo Carretero

Recuerdo con frecuencia aquella ocurrencia de Jorge Luis Borges cuando decía confesar, en los breves y famosos prólogos de su colección, que no se jactaba de los libros escritos sino de algunos libros leídos. Esta tramposa y brillante afirmación del añorado genio porteño es difícil de sostener en tiempos en los que cualquier exhibición impúdica de la intimidad merece una contemplación inerte y masiva y hasta llega a convertirse en una productiva ocupación laboral.
Sí parece fácil sentir, en determinadas ocasiones, más orgullo por los éxitos de quienes admiramos que por los éxitos propios, siempre lastrados por la duda decorosa de nuestra incertidumbre. Y así me ocurre con la instalación de esta Piedad que el gran escultor Eduardo Carretero, un artista que deberían conocer todos los bachilleres españoles, acaba de donar para su ubicación en el Cementerio de San José de Granada como homenaje a todas las víctimas de nuestra Guerra Civil.
No han podido elegirse manos más ejemplares y limpias para esta noble misión. La obra se ubica junto a uno de esos lugares malditos en los que pudo germinar el odio durante generaciones, mostrarse en todo su repugnante esplendor y persistir durante décadas sin que nadie remediara los regueros de angustia que cada amanecer nacían camino de una ciudad incómoda y algo olvidadiza con los contornos más gruesos de la tragedia. Como dice un espléndido poema visual de Antonio Gómez es uno de esos lugares donde la muerte puso los huevos en la herida.
La obra que nos regala Eduardo Carretero es admirable: Una superación de la bondad. Ni es religiosa ni es laica,  solo rotunda; es -como su propia vida- una lección de honestidad, una muestra de la sensibilidad de un  artista que no puede componer la belleza sino su pérdida porque le tocó muy hondo y muy cerca la crueldad de un tiempo sin luz y sin principios. El escultor, probablemente guiado más por su instinto que por su razón, ha conseguido unir la fuerza con la espiritualidad, superar condiciones y traumas anclados en el recuerdo para exponer los perfiles de aquella salvaje ingratitud.
Si algo tuviera que criticar, acaso, por excesiva y demasiado grande, criticaría la placa que recuerda su generosa donación y el acto de inauguración el pasado 4 de febrero.
Ha llamado la atención su acertado pedestal. Un cuadrilátero del rojizo acero corten recoge un campo de cantos rodados. Hay quien ha visto en ellos un campo de cadaveras. Me parece una comparación demasiado evidente para un espíritu tan comprometido como el de nuestro artista. Si es cierto que caminar por el campo de cantos rodados nos transmite la dificultad y el dolor que promueven el tiempo y el olvido. Sabemos que un canto rodado es un fragmento de roca susceptible de ser transportado por medios naturales. El paciente desgaste, la erosión, la corrosión del viento y del agua le proporcionan una forma redonda y humilde que se asocia con el sencillo y silencioso discurrir del mundo. Sabemos también que algunas viejas culturas consideran que los cantos rodados simbolizan el alma o el espíritu. Más próxima veo esta interpretación que sostiene una obra llena de emoción y esperanza sobre un campo de almas españolas.

 Fotografía: Jesús García Hinchado