miércoles, 20 de abril de 2011

Panorama interior: Tristeza de los gritos

Hace pocos días tuve oportunidad de debatir con un grupo de juristas mejicanos algunas cuestiones propias del proceso penal de nuestro tiempo. Uno de mis colegas más jóvenes me preguntó que era lo que mas me preocupaba de la situación actual. Hubiera sido complejo acotar el perímetro de lo que entendamos por situación actual pero, como ocurre con esas cosas más importantes de la vida que no alcanzamos a definir, sentí al instante a qué se refería y qué sustrato común nos unía en nuestro quehacer sobre la aspereza cotidiana del trabajo en los tribunales.
Creo que lo más preocupante de la situación actual es, le comenté, al margen de la vigencia y el poder de los gritos como fórmula básica de debate, la generalización indebida o apresurada. Tiene lugar cuando se critica genéricamente y con extrema dureza la actuación de los poderes públicos en la lucha contra el crimen y la corrupción, es la falacia de conseguir un conclusión apetecida desde una proposición inconsistente, falsa o simplemente tergiversada, es un problema de lógica social de tal magnitud que empobrece cada día nuestra vida pública, es una conducta irresponsable que engrandece algunos personajes ridículos y que además nos condena a un horizonte mediocre, bastante peligroso y lleno de contrariedades.
Los gritos, incluso los gritos de alegría, suelen ser tristes. A estas alturas no espero convencer a nadie: Creo que luchar contra la victoria del ruido sobre la palabra es, acaso, una aventura personal. Gritar puede ser bueno y hasta necesario pero hay que gritar de manera excepcional. En fin, han sido demasiados años sin corrección y ahora parece demasiado tarde.
Con la generalización indebida o apresurada, acaso, nos quede un resquicio de esperanza. Hasta la define la wikipedia como un problema lógico que debe ser combatido con cierto optimismo y la fuerza de la razón. Lo más grave de la situación actual, le dije a mi amable colega, es que se critican los errores generalizando y esto produce un efecto devastador porque mezclar a todos es falso, incrementa la injusticia y genera una automática condena a la desesperación y la amargura. No hay lugar en el mundo -le dije- que precise como Méjico distinguir a quienes cumplen honestamente con su deber: Mientras que no distingan no solucionaremos la situación actual. Pues mire, me contestó, entonces nuestro Méjico es el mundo. Y ambos sonreímos de mi torpeza.

domingo, 10 de abril de 2011

Panorama exterior: Desde el zócalo ondulante hasta la casa de don Alfonso

Mi deseado reencuentro con la Ciudad de México me resulta tan grato como previsible. El intenso crecimiento económico genera nuevos abismos y nuevas expectativas que rasgan con su implacable ferocidad el crimen organizado y la corrupción. La proverbial alegría de los mejicanos produce ese milagro cotidiano de la esperanza y, entretanto, mientras leo como España dormita víctima de su propio y particular cainismo, (que en Méjico parece un sentimiento agotado) aflora con fuerza, eso quiero pensar, un sentimiento crítico real que podría convertirse en su mejor alianza con el progreso y la libertad.
Al margen de las visitas arqueológicas, de conocer a través de los diarios otra amarga tragedia en Tamaulipas o de reflexionar sobre los últimos crímenes atroces de Morelos con la angustiosa sacudida por la famosa carta del poeta Javier Sicilia ante el asesinato de su propio hijo y otros seis muchachos inocentes, cumplo un pequeño sueño al visitar la famosa "capilla alfonsina", la casa donde viviera don Alfonso Reyes en Colonia Condesa hasta el día de su muerte, siempre temprana, en 1959.
La visita tiene lugar cuando se cerraba al público aquel pequeño espacio de calma y saber. Los empleados, al conocer mi marcha inminente y mi abatimiento, tuvieron la gentileza de prolongar unos minutos su trabajo para dialogar con nosotros (siete agentes de escolta, mi esposa y un servidor) y comentar el sobrio, brillante y paciente contenido de cada estancia. Veníamos desde una Plaza del Zócalo que se ondula por algún secreto movimiento del vientre de esta tierra siempre arrebatada de vida, de violencia y de cansancio. Tras dejar aquel terreno pantanoso con la  sensación de que se esfuerza en susurrarnos algo al oído, la ordenada biblioteca del genio de Monterrey me parece un oasis copioso y acosado por el picado mar de asfalto de una urbe tan feliz como despiadada.
Mi devoción por Alfonso Reyes proviene de algunos textos recuperados por su amigo Jorge Luis Borges y, más tarde, superado el inicial deslumbramiento, por ese juicio certero de la memoria que nos hace recordar sabias palabras leídas hace ya mucho tiempo pero que nos resultan adecuadas para el presente, para afrontar algunas personales y oscuras dificultades.
Pocos como él han hablado con tanto respeto y acierto de nuestro pueblo y de nuestra literatura. Pero esa es otra cuestión que habrá que analizar mucho más despacio y con mucho más tiempo, no sobre las horas aún atropelladas de esta ciudad agitada de penumbras y luces descarnadas que nos engulle de nuevo con la voracidad de una garganta sedienta. Baste recordar ahora la gentileza de Alicia Reyes, su nieta, al regalarme la excelente biografía Genio y figura de Alfonso Reyes que le editara hace mas de diez años el Fondo de Cultura Económica.
Mi admirado Antonio Carvajal ha tenido la ocurrencia de dedicarme la primera parte de su último libro Pequeña patria huida que acaba de publicarle el buen juicio de Antonio Piedra y la Diputación de Valladolid. Lo hizo, según me contó, por regalarle el título y es que hace algún tiempo le hablé de mis pequeñas patrias elegidas, entre ellas su casa del Suspiro del Moro y ahora, un tanto más remota, esta ejemplar biblioteca de un hombre admirable que han sabido guardar para reposo e ilusión de los viajeros silenciosos y esquivos de las letras.