lunes, 11 de julio de 2011

Bruckner en La Alhambra

Cuando descubrí, de forma tardía y como tantos latinos, la música de Anton Bruckner, pensé que se trataba de una obra tan profunda como bondadosa. Parece que los datos generales de su biografía demuestran mi inclinación, aunque aparezcan episodios en su vida provinciana bastante ambiguos y vinculados con ciertas oscuras debilidades. Bruckner, llevando la contraria a la habitual precocidad de tantos grandes compositores, estudió hasta los cuarenta años en una época en la que la vida discurría por senderos repletos de inquietud, quizá porque esa misma inquietud por el fracaso lo acompañó durante toda su vida como una ingrata bendición para su creatividad. No hay en su obra un ápice de autocomplacencia.
Sus artificiales detractores, los partidarios de Brahms y enemigos de su amado maestro Wagner, quizá lo trataron como un simple maestro provinciano y como un buen organista. Pero estaban en un tremendo error. Un error, desde luego, muy beneficioso para la cultura europea. La persistencia del maestro sirvió para condensar la Viena de su tiempo y casi para anunciar el final de una era que entonces parecía inamovible. Hay en su música la nostalgia por un mundo perdido cuando se encontraba alzado sobre una engañosa plenitud.
He tenido la inmensa fortuna de acudir a los dos conciertos que ha ofrecido la Staatskapelle de Berlín dirigida por Daniel Baremboin en el 60º Festival Internacional de Música y Danza de Granada, interpretando de manera magistral en el patio del Palacio de Carlos V las tres primeras sinfonías en su versión más pura, aquella que preservó el compositor sin enmiendas apresuradas y exigidas por los directores de orquesta de su tiempo. El espectáculo ha resultado un arrebato de rigor, pasión por la vida y de cultura. Y entre tanta impostura y ambigüedad, se agradece esta exhibición de certeza que nos proporciona el mejor alimento para la razón. Quizá esto que ahora los columnistas, analistas financieros y tertulianos llaman "los mercados" debiera escuchar con atención al maestro de Linz para vislumbrar un poco de calma y de virtud.