domingo, 14 de agosto de 2011

Panorama exterior: Atacar a la gente corriente

Salvo los psicópatas compulsivos más descompensados, nadie ataca de forma individual a la gente corriente. La normalidad suele atacarse desde el poder y de forma colectiva. El malvado apetece de víctimas selectas. Los protervos que se obstinan en la maldad hasta un físico frenesí, suelen atacar aquello que les permite garantizar la persistencia de su inclinación o atacan grupos sociales, comunidades, géneros. Los ambiguos, aquellos que situaba Dante en el vestíbulo del Infierno, atacan, normalmente desde las sombras de la envidia o del miedo, a débiles, audaces y alicaídos. Y ahora, los niños, adolescentes y jóvenes con instintos criminales básicos del conflictivo barrio de Tottenham atacan a la gente corriente. Lo ha dicho el diputado laborista David Lammy en las cadenas de televisión y ha dado en el clavo porque, contrariamente a lo que parece, no se trata de una obviedad.
Los disturbios de los arrabales de París de 2005 participaron del mismo fatal destino, aunque nadie se esfuerce en recordarlo. Se quemaban los utilitarios de los vecinos, no las berlinas de los exclusivos distritos del centro. Se llegaron a contabilizar en una sola noche hasta 1.295 vehículos incendiados. En cierta ocasión comenté, hablando sobre inmigración en una universidad de verano, que aquella violencia desatada en París era una violencia diferida, la de una segunda o tercera generación de inmigrantes sin futuro que estallaban al no encontrar un mínimo respeto a sus derechos fundamentales. El tiempo hacía germinar un rencor en su interior que no sintieron aquellas generaciones que acudieron hasta la cruel metrópoli que los acogió con tanto egoísmo. El tiempo había creado una frágil ciudadanía virtual que hacía del conformismo una forma de ser pero que acabó por romperse. El tiempo había convertido lo que debiera ser un camino hacia la ciudadanía en un camino hacia la exclusión social que servía para justificar la violencia. La traza urbana de aquellos barrios era un error monumental. Desde lejos, se atisbaban altos bloques de pisos, desde cerca, ascensores maltrechos que no funcionaban durante años.
Ahora, los disturbios de Londres y otras ciudades británicas, parecen tener una naturaleza aún más complicada y violenta. No se atacan objetos, se ataca a la gente corriente, al tendero de la esquina, al pensionista que masculla que vaticinó hace mucho tiempo lo que está sucediendo, al centro comercial, se incendian viviendas con sus ocupantes dentro y se pone en grave peligro la vida de otros ciudadanos de manera completamente deliberada.
¿Porqué se ataca otra vez, esta vez con mayor dureza, a la gente corriente?
Como casi todas las tragedias, esta tiene muchas paternidades. Tropezamos con el mismo error de buscar una sola razón. Pero hay, en mi opinión, hasta media docena que son indudables. El desempleo juvenil, el deterioro educativo, la trivialización de la violencia, el triunfo de la especulación en detrimento del trabajo, la falta de una presencia social de la policía y la normalización del vandalismo.
El vandalismo ha sido tratado desde hace mucho tiempo con excesiva ligereza, casi se ha convertido en una manera de festejar triunfos deportivos o borracheras turísticas en la Costa Brava, pero el vandalismo es grave y siniestro porque enfrenta a los jóvenes con un entorno que se anega con un temor recíproco y espeso que pervierte el uso de las calles. La calle es más sensible que las pieles que sufren dermatitis atópica. Hasta un grito destemplado la altera. El respeto por el entorno urbano puede ser una de las claves más esenciales para determinar nuestro futuro. La calle no es una letrina ni un lugar ajeno, es el curso por el que discurre la mayor parte de nuestra vida social y es la magnitud que marca más exactamente el nivel de nuestro miedo. Los actos vandálicos pueden despertar su perfil monstruoso. Como aquel memorable verso de Eliot miraba el apacible río como un dios pardo y huraño, paciente hasta cierto punto...