sábado, 20 de agosto de 2011

Panorama interior: Breve introducción de "Un nuevo derecho a comprender"


La claridad del lenguaje jurídico ha sido considerada tradicionalmente por la Teoría General del Derecho como una virtud imprescindible para la elaboración y aplicación de las leyes. Las normas, para su firmeza y vigencia, deben ser correctamente interpretadas y la interpretación primaria o natural ha sido siempre la interpretación gramatical. Esta afirmación está muy próxima a la obviedad y casi resulta paradójico que el propio Código Civil lo haya establecido de forma explícita en su Título Preliminar y tenga que preocuparse por señalar, como hace al inicio del apartado primero de su artículo 3, que las normas jurídicas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras. Como es lógico, este sentido propio de sus palabras debiera ser un texto sencillo y adecuado a las circunstancias concretas de cada asunto, adaptable a las necesidades de cada operador jurídico y debiera ser comprendido fácilmente por la ciudadanía sin necesidad de contar con especiales conocimientos técnicos o jurídicos. La ciencia del Derecho, como la Retórica y la Dialéctica aristotélicas, interesa a cualquier parcela del conocimiento. Para el maestro estagirita, son artes o habilidades persuasivas y afines porque ambas poseen un carácter instrumental. Permiten tener conocimientos próximos al sentido común que no pertenecen a ninguna ciencia determinada[1]. Es inevitable, por tanto, que el ordenamiento jurídico aborde la regulación de materias de una especial complejidad lingüística o que precisan –incluso- una determinada jerga o vocabulario científico para su comprensión pero nada impide que los textos jurídicos, reconocida esta evidente dificultad, procuren aclarar todas las dudas que comporta la aplicación individualizada de la ley.
Se infiere de nuestro Código Civil que la propiedad de la norma son sus palabras: La relación interior que guarde con tales palabras es la que inspira su capacidad para tener una aplicación pacífica y uniforme. Ciertamente, resulta paradójico que deba crearse un precepto para decir que se interprete la norma conforme a su propio texto. Pero también lo es que las históricas dificultades comprensivas del lenguaje jurídico no tengan lugar cuando se abordan materias científicas especialmente complejas. La complicación se genera en la aplicación cotidiana y casi rutinaria de lo genuinamente jurídico, de aquello que sirve a todas las parcelas del conocimiento humano. La oscuridad, en definitiva, no llega desde el exterior sino que es una mutación artificial producida desde dentro y que inocula el jurista en el desarrollo de su actividad. Se trata de una perversión deliberada del lenguaje jurídico y no de una característica propia de su naturaleza.
Si la claridad del lenguaje jurídico ha sido una vieja preocupación que nos conduce a los albores de la codificación española, la claridad de la lengua misma como virtud se hunde en aquellos momentos históricos que permiten datar su origen y establecer una difusión territorial más o menos definitiva. Se ha sostenido, por ejemplo, que hay una íntima tendencia en nuestra lengua que busca siempre la claridad. Algunos estudiosos recuerdan la polémica suscitada en la primera parte del siglo XVI entre el humanista Antonio de Nebrija y el erasmista Juan de Valdés cuando el primero pretendía someter, como había ocurrido con el latín o con el griego, la lengua castellana a las leyes gramaticales[2] y, en su contra, recordaba el segundo que este rigor no era necesario porque existía una peculiaridad intrínseca del castellano, una intuición de la forma interior de esta lengua[3] que le permitía una especie de autorregulación sin el concurso de normas ortográficas o gramaticales. Al margen de la brillante polémica renacentista, es curiosa esta afirmación que abunda en una misteriosa voluntad interior de la lengua que la conduce hasta la búsqueda permanente de una condición comprensible. El propio Juan de Valdés señala la claridad como un atributo permanente del escritor y nos recuerda que todo el buen hablar castellano consiste en decir aquello que se quiere con las menos palabras y con una vocación de sencillez[4].
Esta cualidad bondadosa de la lengua ya había sido proclamada algunos años antes, cuando en 1525 publica Erasmo de Rotterdam su Lingua en Basilea. La oscuridad o el mal uso del lenguaje no es -en absoluto- un atributo exclusivo del mundo jurídico, es un problema que puede extenderse a cualquier aspecto relacionado con la utilización del lenguaje y su proyección en la sociedad. Ha de partirse, como hace el gran humanista, de que la naturaleza ha tomado todas las precauciones para que la lengua sea buena pero hay dos maneras de hacer uso de ella en una especie de combate duro e incesante entre ambas. De un lado, quienes están siempre atentos en la adaptación de su lengua al tema, a las circunstancia, al lugar y a las personas y saben cómo dar a las palabras su sentido más pleno. De otro, aquellos charlatanes o habladores en los que la lengua se ha degenerado[5] con distintas finalidades espurias. Lo que resulta anómalo es que esa degeneración del lenguaje haya sido tan arraigada e intensa en el mundo jurídico y que aún persista casi de una manera institucionalizada hasta convertirla en un paradigma de incomprensión y de torpeza social que olvida que nada hay más pernicioso entre las personas que una lengua mala y nada más saludable que la lengua misma, si la usamos como conviene[6].
Habitualmente, los trabajos más afortunados en la materia[7] que han sido publicados en España suelen realizar un diagnóstico inequívoco que incide en una serie de errores sintácticos o gramaticales que resultan recurrentes en las distintas formas de lenguaje utilizado por los juristas y que podrían ser corregidos con una relativa facilidad. Otras veces, los autores aportan nuevas construcciones dogmáticas de gran interés que interpretan de manera más profunda la grave situación planteada por la oscuridad de este lenguaje[8] o bien señalan alguno de los efectos que produce en distintos operadores jurídicos, como ocurre con la desesperanza pasiva[9] a veces apreciada entre el colectivo judicial al comprobar el efecto no deseado que generan algunas resoluciones en la opinión pública. Lo cierto es que la mayor parte de los trabajos publicados hasta la fecha, en definitiva, establecen las dimensiones y características fundamentales del problema, señalando -en todo caso- razones o argumentos históricos[10] para justificar su origen y su continuidad en el tiempo hasta nuestros días.
Sin negar un ápice de su valor a las anteriores aportaciones, la cuestión de la oscuridad del lenguaje jurídico debe avanzar y realizar, una vez enunciado y reconocido el problema, una exégesis crítica y suficiente. No debemos conformarnos con establecer el diagnóstico filológico de la cuestión sino que debemos incidir en la búsqueda de aquellas razones que llevaron a los juristas a la adopción y persistencia de prácticas tan perniciosas y equivocadas, alzando una invisible frontera para dificultar la comprensión de sus discursos o escritos por parte de la mayoría de los ciudadanos. Solo de esta forma podremos desplegar con suficiente eficacia algunos remedios que permitan desterrar de una vez por todas este lenguaje críptico e incomprensible y pueda tener lugar un saludable cambio de tendencia en nuestras relaciones con la ley...



[1] Retórica, ARISTÓTELES, Biblioteca Clásica Gredos, Introducción, traducción y notas por Quintín RACIONERO, Editorial Gredos, Madrid, 2005, página 161.
[2] Antonio MARTÍNEZ DE CALA Y JARAVA, conocido como Antonio de NEBRIJA (Lebrija1441- Alcalá de Henares, 1522), publica su famosa Gramática castellana en 1492, dedicada a la Reina Isabel I de Castilla, convirtiéndose en la primera gramática de una lengua vulgar que se publica en Europa.
[3] La frase aparece recogida (página 25) en la edición del profesor Antonio QUILIS MORALES de los Diálogos de la lengua de Juan DE VALDÉS y pertenece al profesor argentino Guillermo L. GUITARTE, catedrático de español de la Universidad de Harvard; colección Clásicos Libertarios, Ediciones Libertarias, Madrid, 1999.
[4] Ob cit., página 59.
[5] Así, Cesar CHAPARRO GÓMEZ en la excelente introducción a La Lengua y Sobre la mala vergüenza de Desiderio Erasmo DE ROTTERDAM, edición facsímil de la Biblioteca de Barcarrota publicada por la Consejería de Cultura de la Junta de Extremadura, Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2007. Edición de Lyon, Imprenta de Sebastián Grifio, 1538. Traducción y notas de Manuel MAÑAS NUÑEZ y Luis MERINO JEREZ.
[6] Son palabras del propio Desiderio Erasmo DE ROTTERDAM, ob. Cit., página 116.
[7] Por todos, citaremos los trabajos de Luis CAZORLA PRIETO, El lenguaje jurídico actual, Editorial Aranzadi, Pamplona, 2007; Jesús PRIETO DE PEDRO, Lenguas, lenguaje y Derecho, Editorial Civitas, Madrid, 1991 y Joaquín BAYO DELGADO, La formación básica del ciudadano y el mundo del derecho. Crítica lingüística del lenguaje judicial publicado en Cuadernos de Derecho Judicial, Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 1998. Del mismo autor, El lenguaje forense: Estructura y estilo, publicado en Estudios de Derecho Judicial, Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 2000.
[8] José Antonio GONZÁLEZ SALGADO, filólogo y asesor del Bufete Uría Menéndez, en su trabajo El lenguaje jurídico del siglo XXI, que puede consultarse en la red, se expresa en los siguientes términos:
“La paradoja del objeto se puede definir como el desajuste que se produce entre el lenguaje empleado en los documentos jurídico-administrativos y las características de la mayoría de los receptores de esos documentos. Cualquier ciudadano, con independencia de su condición social o nivel cultural, es objeto de escritos que emanan de la Administración o de instituciones que usan un lenguaje que muchos expertos consideran poco apropiado (un lenguaje para el ciudadano que el ciudadano no entiende). Esta paradoja es la que ha propiciado la existencia de intentos de modernización de ese lenguaje...
La paradoja del contenido hay que definirla como el procedimiento empleado por el lenguaje de los juristas con el que se intenta conseguir la máxima precisión, pero que tiene como resultados la ambigüedad y la complejidad. Desde nuestro punto de vista, los principales defectos que suelen censurarse del lenguaje jurídico están relacionados con esta paradoja del contenido, a la que hemos denominado también falsa precisión….”
[9] En tales términos, el periodista Bonifacio DE LA CUADRA en Visión periodística del lenguaje judicial, publicado en Lenguaje Judicial, Cuadernos de Derecho Judicial, Madrid, 1998.
[10] Sobre estos argumentos historicistas, puede consultarse el trabajo de María José GANDASEGUI, Historia del lenguaje judicial, publicado en Lenguaje Judicial, Cuadernos de Derecho Judicial, Madrid, 1998.