domingo, 12 de agosto de 2012

Máscaras y clasismo


 
La calidad de la Administración Pública es la magnitud que mejor distingue a las naciones más desarrolladas. El desarrollo no siempre se conjuga con la riqueza. He conocido capitales de países inmensamente ricos que rezumaban pobreza y ansiedad en cada esquina y mostraban un derroche terrible e inútil del presupuesto y del tiempo laboral. Además, esta exhibición de irresponsabilidad se interpretaba por todos como una manifestación del verdadero poder.
En cierta ocasión y en un lugar muy remoto, un veterano colega ataviado con una gorra roja que llevaba impreso el Toro Osborne, se negó a compartir conmigo su coche oficial. Autoridad que no abusa pierde prestigio fue la razón que me dio cuando quedé "parado" ante su negativa. Creí que se trataba simplemente de una grosería pero él, entre risas, me alumbró el estupor con su frase.
También he trabajado fugazmente en pequeñas oficinas de países de climas extremos y grandes carencias en las que resultaba ejemplar la calidad del trabajo desarrollado cada día. Podrían darnos lecciones en muchos aspectos y sentirse orgullosos de su labor.
La función pública vive momentos complejos. Hasta los propios funcionarios la enfrentan con una cierta desconfianza. Da la sensación de que quiere crearse un colectivo abnegado y trémulo al que se recortan sus derechos en atención a circunstancias que escapan de su rendimiento y voluntad. No deben preocuparse de sus decisiones sino de las decisiones de gestores que no suelen consultarles, en cada parcela de trabajo, sobre aquello que saben mejor que nadie por su experiencia y por su formación. Parece que se convierten en una especie de pista de frenado social que no debe quejarse más allá de lo estrictamente necesario o de un nuevo tertium genus entre ricos y pobres de dimensiones elásticas.
Al margen de todo lo anterior, lo peor es una oculta sensación que ya se atisba en demasiados rostros: Puede que vuelva otra vez la pobreza real y con ello una cierta justificación del clasismo, de la creación de grupos sociales que tienen que redimir su origen y amoldarse a las nuevas condiciones económicas sin que puedan superar los límites que les impone una nueva convicción social.
Para combatir la crisis económica y moral que sufrimos lo esencial es descubrir las actitudes que se esconden bajo los gestos y palabras. En ocasiones, se vislumbra un simple deseo de torpe venganza que solo conduce a la crispación y al inútil enfrentamiento callejero. Otras veces, el rostro delata una justificación, el íntimo deseo de reconocer una diferente calidad en los ciudadanos, la existencia de clases que están previamente limitadas en sus derechos y habilidades.
No es la voz la que nos dice la verdad, es la luz de los gestos y actitudes la que alumbra la parte oculta de las palabras. Y esa cara oculta es la que debemos buscar para comprender este tiempo que nos ha tocado vivir.