viernes, 21 de diciembre de 2012

Elogio del Caminante



 


Desde la primera vez que contemplé el Caminante, la escultura del maestro Juan Antonio Corredor, comprendí que estaba ante una obra tan sincera como excepcional. Arrumbada en una esquina de su amplio estudio-fundición, su injusto abandono le daba un aire todavía más melancólico, aún más retraído desde su imponente estampa de gigante desvalido que camina con cierta torpeza, pesadumbre y temor por los senderos del arte y de la verdad.
Me fascinó desde el primer momento y quedé pensativo aquel  día del encuentro, preguntándome porqué una apuesta tan sencilla podía transmitir un cúmulo tan afortunado de sensaciones y certezas. Cada vez que la he visto ante mí, he descubierto en ella más decisión y alguna nueva faceta de su temperamento y he vuelto a preguntarme otra vez porqué una obra de tanta vocación social no se expone en alguno de los espacios de nuestra maltrecha ciudad, tantas veces huérfanos de algunas referencias estéticas verdaderas que enriquezcan la convivencia de los ciudadanos.
Granada ha sido cruel y parcial, no pocas veces, con la excelencia de su escultura contemporánea. La excepcional Piedad de Eduardo Carretero, un acierto público y un ejemplo rotundo de honestidad y altura plástica, que fuera donada por el artista granadino en recuerdo de todas las víctimas de la Guerra Civil, sufrió críticas lamentables e incomprensibles cuando pudo instalarse, casi escondida, en uno de los patios del Cementerio de San José. Es verdad que Eduardo Carretero pudo ser justamente homenajeado por la Academia de Bellas Artes de Granada casi al final de su vida, pero siendo un artista tan decisivo en la escultura española contemporánea merecería un homenaje permanente con una mayor presencia entre las calles de nuestra ciudad. Tampoco se recuerda como merece la obra de otro granadino, Antonio Cano Correa. Su espléndida representación de Alonso Cano apenas si se vislumbra o explica en su rincón de la Plaza del Palacio Arzobispal, acosada por algunos grafitos lamentables y casi tapada por las hojas de un inmenso magnolio que la ensombrece. Carmen Jiménez, su esposa, la gran escultora de La Zubia, vive también la notable ausencia de su obra en Granada, una situación tan incomprensible que debiera corregirse con prontitud para reconocer la importancia de una apuesta delicada y firme, de una referencia básica en la cultura andaluza contemporánea que no podemos ignorar sin incurrir en una grave contradicción y casi en una fatal irresponsabilidad para la educación sentimental de la ciudad. La reflexión pública sobre las esculturas de Granada debería conducirnos a una coherente organización y a cubrir lamentables olvidos que debieran avergonzarnos. Entre estas decisiones, no cabe duda que debiera contarse con la de instalarse en algún lugar adecuado nuestro Caminante integrando su estampa, tan sugerente y tan vinculada con nuestro tiempo, al perfil artístico de una ciudad siempre abrumada por el peso de la historia que tiene que seguir construyendo su Patrimonio.
Quiero aclarar que mi punto de vista es el de un simple observador periférico, el de un diletante que atiende al mensaje plástico que se ofrece a su alrededor de buena fe y con el corazón propicio para toparse con la virtud artística; en definitiva, mi punto de vista es el de un agradecido observador. Creo que la obra de Juan Antonio Corredor presenta una gran proximidad emocional y se instala con facilidad en nuestra memoria. Carezco de suficiente competencia artística y, más aún, carezco de aquellos conocimientos técnicos que sean suficientes para glosar una pieza ambiciosa de un gran escultor que admiro con los ojos del alma. Solo me limito a compartir mi experiencia con una escultura con la que sostengo desde hace años un dialogo frecuente cada vez que tengo oportunidad de encontrármela. Nadie hallará en mis palabras un veredicto técnico o una rigurosa ficha de sus bondades artísticas. Lo único que puedo referir, de manera más o menos ordenada, es el sugestivo mensaje que me traslada como si de una dulce inquietud se tratara.
Si el Caminante tiene mucho o poco de su autor, él debería decirlo. Una persona tan intuitiva como bondadosa, en el que la plenitud artística se produce de manera tan natural, tan caudalosa e inevitable, parece que pueda ver, cuando menos durante algunos episodios de su vida, su alma claramente representada en esa figura sabiamente deslavazada, enorme y comprometida.
Algo lastra ese paso de gigante que pretende ser decidido y firme pero que al final resulta blando y torpe y lo agacha injustamente al encontrar una imprevista dificultad. Se trata de un lastre que sabemos injusto porque creemos a su autor, igual que creemos al personaje inverosímil en la mejor literatura cuando nos dice que un hombre malvado ha cruzado la calle: Lo creemos, como nos enseñó Jorge Luis Borges, de forma misteriosa, con una fe que arranca desde el corazón mismo de la obra de arte, cuando percibimos el primer soplo de la creatividad. En realidad, esta extraña figura, pese a su aparente indolencia y desaliño, nos conmueve y nos hace sentir por ella un aprecio muy singular, nos hace cómplices de su virtud porque la comprendemos abrumada por la contemplación de aquello que la rodea y que procura entender, quizá, sin conseguirlo. El pequeño milagro creativo de este Caminante es que nuestra relación con el, al contemplarlo, nos hace mejores.
Su creador ha querido fundirlo haciendo del volumen un camino que conduce hasta la lucidez y que alza en cada uno de nosotros un cierto y voluntario desasosiego que nos envuelve con su personaje. Corredor nos ofrece una apuesta cabal contra las dificultades, una oferta sincera para combatir algunas pesadas limitaciones, una triste y bella metáfora de tantas y tantas asperezas de nuestro mundo y de la paciente capacidad que debemos atesorar para vencerlas. Hay en la obra, quizá por todo ello, una fuerza interior completamente ajena al espacio que la rodea, no al espacio que físicamente la rodea, sino al horizonte invisible y terco de sus preocupaciones porque nuestro Caminante es, ante todo, un retrato difuso y lúcido del hombre de nuestro tiempo, un hombre que transita solitario por un sendero engañoso, ajeno a la naturaleza y lleno de ruido y hostilidades.
Su gesto es el de una contrariedad contenida. Y el de una rabia elevada y pudorosa porque el puño cerrado junto al muslo, intenta vanamente esconderse de nuestra indiscreta mirada y demuestra que la figura recela y hasta sufre pero quiere, aún más y cumpliendo quizá un viejo rito social que reniega de la exhibición impúdica del dolor, ocultarnos en lo posible su amargura. Nuestro Caminante es tímido como su autor, aunque todo sabemos que la timidez verdadera se modifica con el paso de los años y acaba por convertirse en una forma de suave corrección y en un  deseo frágil de no importunar, de no llamar mucho la atención y por eso este buen gigante solo quiere pasar desapercibido ante quienes se cruzan con él y lo escudriñan con atención y asombro. El autor no ha querido encendernos su rostro, solo lo apunta porque ha querido que sus rasgos sean definitivamente cincelados por nuestra mirada o que optemos –quizá con mejor criterio- por dejarlos solamente apuntados y descubramos bajo la patina oscura que lo cubre su inmenso corazón de bronce. Lo esencial es que es nuestra contemplación la que completa la materia y reúne armoniosamente aquello que falta y gravita a nuestro alrededor.
Creo que no se trata de un caminante solitario. El magisterio de Corredor ha querido mostrarlo solo porque lo adentra en un territorio, el de su exhibición pública, que siempre comporta bastante hostilidad. Sea cual sea el sendero por el que transita, el Caminante podría estar rodeado de una muchedumbre pero esta no haría más que acentuar la paradójica soledad del hombre en las ciudades. Deambula para salir a nuestro encuentro, para encontrar la atención del observador, para mostrarse ante los demás y así cumplir el noble destino para el que ha sido engendrado. No se trata de una simple curiosidad, se trata de un silencioso diálogo con nuestra propia entereza, con nuestro interior más recóndito, con la virtud que la imperfección humana es capaz –tantas veces- de descubrir desde el balcón de la sinceridad y la inquietud.
Encontrar nuestro Caminante bajo la luz de esta brillante Sala de Exposiciones es un verdadero privilegio y todo un acierto de quienes, con franca generosidad, han tenido la idea de mostrarnos esta imprescindible Antológica de mi admirado amigo y compañero académico Juan Antonio Corredor. Guardar de nuevo esta obra delicada y paciente en la fértil soledad de su estudio debiera entristecernos. Y mucho. Porque nadie tiene más derecho a guardar la luz, beber la lluvia y respirar el aire, tantas veces ingrato, de esta asombrosa ciudad de Granada.