domingo, 24 de noviembre de 2013

LA CRISIS DE LA VERDAD (fragmento de un discurso en el Instituto de Academias de Andalucía)


Justicia, de Jose Luis Hinchado, Mérida, Ciudad de la Justicia

... desde hace algunos años, venimos sufriendo la que comienza a llamarse Gran Recesión, un deterioro económico extendido, muy prolongado y generado por diversos factores de signo especulativo, que ha provocado grandes recortes en el presupuesto de los servicios públicos básicos y una bajada apreciable en el salario de funcionarios y de toda clase de trabajadores. El incremento de la pobreza ha sido enorme y el descenso del consumo tan importante que asombra por su entidad a los observadores económicos, pone en peligro el tejido comercial de nuestros pueblos ciudades y destruye un empleo cada día más precario y próximo, por duro que parezca, a los límites de una pequeña esclavitud.En términos generales, a mi juicio, el mayor de los devastares efectos que ha tenido en la sociedad española, ha sido el sacrificio de una clase media profundamente indignada porque ha visto mermados sus derechos fundamentales y porque habita desde hace tiempo en un estado de incertidumbre e inseguridad jurídica: Aquello que parecía inamovible, como los “derechos adquiridos” del empleado público, se ha liquidado en unas horas poniendo en marcha un mecanismo tan irritante como el Decreto Ley. No es extraño que este estado de cosas desemboque, por vericuetos relacionados con el malestar y la maltrecha economía de las familias, en el caudal de los viejos problemas de España como el ingrato debate territorial, el pesimismo de los intelectuales y creadores, la desconfianza infundada en todas las instituciones o la corrupción política y financiera.
En los últimos años, distintas y apartadas voces han señalado que la crisis económica es la consecuencia de una profunda crisis moral y, de manera más específica, de una crisis de valores instalada desde hace tiempo en la sociedad occidental de la que forma parte España. Esta firme percepción, mayoritaria entre el pensamiento crítico y avalada por la fuerza de los hechos, se vincula con la falta de escrúpulo de las entidades financieras y con el comportamiento irracional y egoísta de todo tipo de responsables públicos y organizaciones sociales con la finalidad de mantenerse en el poder o de eludir sus responsabilidades.
Pero siendo cierto todo lo anterior, a mi juicio, lo que ha terminado por aflorar como una de las rutinas de nuestra vida cotidiana, casi sin darnos cuenta, es una crisis de la verdad. No es la anterior afirmación una ligera ocurrencia de este aprendiz de filósofo: Es una cuestión que aparece ante nosotros cada vez con mayor nitidez y que vemos reflejada en algunos textos referenciales, quizá los de mayor valor, de nuestra encrucijada temporal.
Sirva como ejemplo que este mismo año y en el mundo católico, la encíclica Lumen Fidei mostraba la urgente necesidad de recuperar la conexión de la fe con la verdad[1] y descubría el orden social de nuestro tiempo como un orden desmemoriado en el que apenas se recuerda todo aquello que nos precede y que tiene que servirnos para entender este presente que nos ha tocado vivir. Cuando hablamos de la verdad, podemos distinguir, como hacen Bergoglio y Ratzinger[2], una verdad mecánica o tecnológica que nos facilita la vida a través de misteriosos ingenios que nos tranquilizan cuando los vemos funcionar. De hecho nuestra creciente dependencia de ellos confunde su funcionamiento con la normalidad. Esta verdad tecnológica cobra una fuerza inmensa entre la juventud hasta el punto de proponer una realidad diferenciada en la que apenas tiene cabida la lectura, el sosiego intelectual, el silencio reparador o la exposición de una verdad desnuda de atributos, que no precisa ser repetida y que escapa de la insistencia y la tozudez. Solo es verdad aquello que funciona y que lo hace ante nuestros ojos no absortos sino indiferentes, ávidos de que se atiendan nuestros deseos con la exactitud de un resorte inconsciente.
La idea de la verdad mecánica, de una calma tecnológica que tranquilice a las masas, me recuerda que el entorno presente se detiene con mucha mayor dificultad. Las televisiones de plasma ofrecen un programa continuo que nunca acaba y que nos persigue en cuartos de hotel y salas de espera, los comercios, las farmacias, los templos y las bibliotecas universitarias ensanchan sus horarios sin descanso, los espacios públicos se agotan, las grandes terminales se abren a un día perpetuo y cenital gobernado por la luz artificial y cercado por amplios ventanales herméticos que nos muestran la luz pero nos esconden el aire. Vivimos en un estado de permanente vigilia que dificulta la capacidad de reflexión y hasta el juicio moral de nuestros propios actos. El pasado domingo, la propaganda de una lujosa compañía aérea nos ofrecía vuelos asequibles hasta una de las más brillantes capitales del golfo pérsico no como la ciudad que nunca duerme sino como la ciudad que nunca descansa. Ahora, en muchos lugares del planeta ya no quedan noches oscuras y apenas quedan ya lugares o caminos que puedan considerarse remotos. Una intensa sucesión de acontecimientos nos deja muy poco tiempo para recordar la fuerza de la verdad, para leer, para meditar cual sea la decisión más conveniente a nuestros principios, para distinguir aquello que debe permanecer en nuestra fértil memoria y aquello otro que tenemos la obligación de olvidar.
Esta verdad tecnológica es la verdad básica del movimiento y la fuente de una angustia que desborda con facilidad a la entereza.  Nada perturba más al viajero que la quietud forzada del vehículo que debe trasladarlo lejos. El avión detenido y cerrado en la pista, el tren parado sobre los raíles de alta velocidad, el automóvil atrapado en la retención de la autovía. Todos esos cubículos de plástico, cristal, hierro y acero con nosotros dentro viven la paradoja de su parálisis como una creciente inquietud, como una sensación exasperante que parece no tener fin cuando, como regla general, solo dura la espera unos pocos minutos. Ya sabemos que el sueño o la anestesia no pueden detener la vida, pero también sabemos que el sosiego es importante para iluminar la razón y para encauzar en la dirección adecuada nuestro compromiso social y hasta nuestra indignación. La verdad tecnológica parece ser, en definitiva, la única fiable, la única que se comprende por todos con claridad y ello aunque ignoremos, otra paradoja más, los ocultos mecanismos de su ingenio creador.
Junto a la verdad tecnológica podemos distinguir la verdad del individuo, la verdad más pequeña de todas, aquella que cada espíritu intuye y decide expresar con claridad ante sí mismo y ante los demás. En nada nos miente quien está equivocado y nos transmite su error y es que hablamos siempre de una verdad relativa, de la verdad de la imperfecta razón y de aquella que distingue mejor que ninguna otra al espíritu virtuoso del ánima proterva y enrevesada. Esta verdad debe marcar en nosotros una búsqueda o una tendencia, un firme equilibrio para expresar lo sentido sin engaño alguno pero con suficiente respeto y claridad.
Aquí, en ese ancho campo de la verdad, lo importante empieza por no mentirnos a nosotros mismos; por eso los riesgos de esta verdad íntima se asocian con el nivel de dificultad que estemos dispuestos a franquear, porque el horizonte de la verdad que construimos en nuestro interior es el que realmente nos permite transitar por la vida con mayor comodidad o esfuerzo. La decisión de mentir, callar o decir la verdad es la que determina que transitemos por un camino dócil, llano y sin sobresaltos o por ese otro Gran Camino reservado al espíritu más elevado pero lleno de adversidad e incomprensión, ese firme dilema del que nos hablara, con su asombrosa lucidez, don José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas.

La crisis de la verdad social

Una tercera forma de verdad, aquella que ahora más nos interesa, es la verdad social, la más grande y desprestigiada de todas, la más temida porque ha sufrido formidables traiciones que han sido capaces de transformar al hombre en un ser despiadado. Esta es la verdad que arrastró al continente europeo durante el pasado siglo hasta las fauces del Estado totalitario, la que sustrajo a la ciudadanía su dimensión individual y la que arrastró a muchos fanáticos hasta el abismo irreparable del genocidio.
Superadas aquellas terribles experiencias y salvadas las distancias oportunas, la sociedad occidental de nuestro tiempo comienza a perder de nuevo el respeto a la verdad. Esta verdad social es la verdad en crisis y es la que puede, en el curso abundante de nuestro presente, conducirnos hasta una totalidad virtual sin lógica ni principios morales que lo sustenten con suficientes garantías de futuro. Es esta verdad de los demás, este reflejo de nuestra persona sobre la vida social, la que ha dejado de interesarnos, aquella a la que ha dejado de prestarse suficiente atención, la que no queremos que rompa nuestro prejuicio ni entorpezca de ningún modo nuestras ambiciones y deseos.
Para hablar de la verdad social tenemos que recordar que los excesos del siglo XX propician el desarrollo de una brillante literatura de anticipación social que cultiva la distopía, la historia de un futuro indeseable que, bajo la apariencia de normalidad, conduce a la destrucción del individuo precisamente a través de una destrucción ordenada de la verdad[3]. Estas magistrales aportaciones parecen advertir al lector de la proximidad de riesgos ocultos en su vida cotidiana que lo aproximan inexorablemente a distintas formas de tiranía. En sus páginas encontramos avisos muy diversos que confirman el peligro que nos acecha como, por ejemplo, la destrucción de la intimidad mediante el espionaje impune e indiscriminado. La constatación de esta inferioridad del individuo frente a la maquinaria del Estado es la que ha permitido imponer en la sociedad de nuestro tiempo un relativismo egoísta que justifica casi todo y, en especial, la mentira piadosa que, por cierto, a veces adquiere la forma administrativa de la subvención y permite construir una realidad falsa y artificial que se confunde con la realidad verdadera, cuando no es mas que un mero reflejo de nuestros intereses puramente materiales.
Se ha dicho que Internet es la plasmación del viejo Leteo, uno de los cinco legendarios ríos del Hades, aquel cauce misterioso y temido donde las almas acudían a beber tras la muerte para olvidarlo todo antes de reencarnarse[4]. En Internet la verdad no solo queda destruida por la ocultación, la mistificación o el silencio, sino por el exceso caótico de información, por una abundancia de datos, cifras y criterios de tal magnitud que resulta imposible de ordenar y contradecir. No es la mentira la que viene destruyendo esta verdad social de la que nos ocupamos, sino la torpeza, la falta de rigor científico y de valor moral, la degradación del buen criterio hacia el chascarrillo inútil y malintencionado, la sustitución del argumento dialéctico por la mera imprecación normalmente atrabiliaria y tantas veces soez.
Es evidente que la verdad individual se proyecta sobre nuestra vida en común y es una verdad relativa, discutible y polémica, más próxima a la opinión que a los hechos, pero cuando hablamos de verdad social, hablamos de una verdad incontestable, acotada de manera férrea e indubitada a la pregunta que la produce, es la verdad sin filosofía, es la verdad radical de los hechos que no presenta duda alguna y que se contrapone a esa verdad especulativa que tiene lugar –por ejemplo- cuando en la mañana de hoy alguien nos asegura que es de noche y no nos mienta porque, como señalaba Wittgenstein, solo está filosofando.

Los ojos de la lengua

En realidad la crisis de la verdad social casi resulta comprensible. Decía Marcel Proust que solo nos acordamos de la verdad cuando sufrimos y no le faltaba razón. Como hija del tiempo, la verdad ilumina el pasado pero también su búsqueda, más o menos sincera y afortunada, mitiga los rigores del sufrimiento o la angustia.
La parquedad del idioma demuestra muchas veces la dificultad de sostener un determinado comportamiento moral para encontrar una verdad incontestable. Las palabras sin antónimo crean en nuestra mente un clamoroso vacío y suelen demostrar la importancia y vigencia de algunas profundas encrucijadas. ¿Cuál es el antónimo del verbo mentir? ¿Qué palabra única y exacta se refiere sin necesidad de tener que apoyarse en alguna otra al hecho sencillo de expresar la verdad?
Contamos con un verbo para expresar la mentira pero no tenemos ninguno que indique lo contrario. La verdad aparece como un concepto sustancial que puede decirse, ocultarse, gritarse o contarse, pero no existe ese verbo en nuestra lengua que defina -sin apoyatura alguna- la manera sencilla de hacerla real.
Adverar es certificar algo, aseverar es afirmar o asegurar lo que se dice y atestiguar es decir algo –cierto o no- como testigo. Hasta sincerar es un verbo transitivo que procura a través de la palabra la exculpación de alguien[5] o bien que, a modo de purificación y conforme a su significado etimológico, justifica la culpabilidad o inculpabilidad de otra persona[6].
¿Porqué no hemos construido en esa lenta transformación de la lengua, un verbo virtuoso que solo conduzca a la significación del ejercicio oral de la verdad? Parece que nuestro idioma parta de una cierta desconfianza, que reconociera que nunca se puede decir toda la verdad y que el uso de las palabras la redondea siempre de una manera imperfecta, como si fuera un canto rodado que ningún artilugio sabe fabricar. Pareciera que la verdad es casi un atributo de la divinidad y que solo a ella podemos recurrir para que pueda decirse o redondearse limpiamente y sin margen alguno de error. De hecho, la Verdad con mayúscula la identificamos con alguna forma de mística revelación.
Son los ojos de la lengua, es su coherencia interior, los que parecen advertir la importancia de esta actividad que parece siempre replegada solo al terreno de lo probable. El problema es que la verdad social no podemos confundirla con las verdades del individuo y en la verdad social si es fácil concretar qué paso, qué hicimos o qué vieron nuestros ojos. La verdad social siempre sabe cómo debemos responder al interrogante que se nos plantee, porque la verdad social es siempre una verdad elemental que no admite ambigüedad alguna que pueda esconderla. La verdad social, a diferencia de las otras, es totalmente incompatible con la mentira.

Sobre la media verdad

Mentir públicamente apenas tiene reproche en la sociedad actual. Por eso han ido desapareciendo con el paso del tiempo las medias verdades. La costumbre nos señala que tan malo como mentir es decir media verdad. El problema es que esta vieja enseñanza moral ha dejado de tener vigencia en nuestros días. En otro tiempo, la sociedad reprobaba la mentira con tanta energía y firmeza que el mentiroso tenía que ocultarla y engañar de algún modo a su destinatario individual o colectivo. Conseguía así una especie de mentira empobrecida, una mala verdad[7] que solo parcialmente satisfacía su instinto pero que generaba muchas veces, como era finalmente su propósito, un daño abundante o fatal.
Como ya hemos señalado, en este mundo virtual del presente en el que el vértigo de la realidad devora sin parar y atropelladamente toda clase de noticias, casi nadie tiene tiempo de analizar el rigor de cualquier información. Hoy día es muy fácil mentir. Solo entraña algún riesgo la mentira asociada con alguna forma expresiva de torpeza. Nadie se detiene a comprobar si es cierto lo que dijimos públicamente y si se hace es por razones sectarias e interesadas; no se hace por descubrir la verdad sino por destruir con mayor facilidad a nuestro interlocutor. En el análisis de la realidad, todo tiene que reducirse al titular de la información y ni siquiera esta delicada labor se afronta con calma por quienes cuenten con la pericia que otorga la experiencia. Hoy día, la media verdad casi ha desaparecido de nuestra vida social pero lo ha hecho porque resulta innecesaria ya que es más rentable y menos peligroso para cualquiera mentir sin ninguna ocultación o artificio que buscar cualquier artilugio para escapar de la verdad.
Cuando vemos una mentira impresa como noticia en la edición digital de cualquier diario, a veces hasta podemos observar como el tiempo la va modificando igual que el curso del día modifica el perfil de un siniestro paisaje. La atención no puede centrarse y acude de un sitio a otro para ordenar al crisol que la red conduce            vertiginosamente hasta hogares y oficinas. Luego esta noticia se diluye entre otras, casi todas escandalosas y, sean o no reales, van conformando en nuestro interior un agitado pensamiento lleno de incertidumbre y temor en el que la verdad casi ha desaparecido como un eco inaudible y anónimo.

La exposición pública de la mentira

No es fácil responder a la pregunta de quienes deben actuar como interlocutores a la exposición de la verdad. Esa voz neutra y un tanto pasiva del parte radiofónico suministrado por el Estado ha dado paso, en ocasiones, a la voz histérica de tertulianos profesionales que no tienen mucho respeto, más bien ninguno, por la verdad más elemental. Es evidente que no podemos generalizar pero, de un tiempo a esta parte, los gritos se han impuesto en los platós como argumento de autoridad ante cualquier razonamiento atendible.
Hoy día se admite con demasiada facilidad una interlocución equivocada. Se concede nuestro silencio para atender a quienes no debieran ser escuchados. Se imponen modos de comunicación desafortunados. Se trivializa la mentira como una forma natural de relación con los demás. En el Derecho Romano –del que quizá debieran estudiarse unas nociones básicas en el bachillerato- la auctoritas solo residía en aquellas personas o instituciones que contaban con una suficiente cualidad moral y conocimiento para emitir una opinión relevante para la sociedad con suficiente claridad y rectitud. Quienes tenían auctoritas eran aquellos que, de forma espontánea, hacían brotar a su alrededor el silencio suficiente para explicarse en alta voz. El niño, el adolescente, los jóvenes hoy miran a su alrededor y encuentran demasiadas referencias torpes e inútiles, demasiado ruido, muy poco silencio que circunde a quienes debemos, por su formación, voluntad o por su ejemplo, atender antes que a los demás.

La impunidad de la mentira

Si el hecho de mentir debe comportar en todo caso una reprobación moral, su exposición pública constituye una irresponsabilidad de consecuencias a veces imprevisibles. Tradicionalmente, desde la Ilustración, los textos legales han ido proclamado un derecho a ocultar la verdad, a no declarar contra sí mismo, a no confesar la culpa, a complicar el curso de cualquier investigación para defenderse mejor de los rigores del sistema justicia penal
Pero estos beneficios procesales no están pensados para la convivencia cotidiana con los demás: Se refieren a situaciones límite en las que cualquier persona debe preguntarse si le resulta -desde un punto de vista ético- exigible una conducta diferente a la hora de interrogarse sobre las consecuencias de sus actos.
Hoy día tiene lugar una desmesurada extensión del derecho a mentir en cualesquiera polémicas sociales. Se esconde entre la ambigüedad, el desaire o la complicidad más grosera y abona una continua satisfacción del maniqueísmo que ha invadido definitivamente nuestra vida pública. Muchos son los que proclaman equivocadamente que cuando defiendo mis postulados y los de mis correligionarios, en nada debo avergonzarme: Mentir por no perjudicar una causa es no mentir, es sostener un comportamiento acorde con la realidad a la que debo enfrentarme. Este amargo equívoco o error, la extensión del derecho a mentir como una especie de atributo de militancia o una costumbre avalada por la complicidad del silencio, va calando en el tejido social y creo que, lejos de resolver nuestro horizonte, lo va tiñendo de pesimismo y desesperanza ...




[1] “Lumen Fidei” (La luz de la fe), Carta encíclica de Su Santidad Francisco. Editorial San Pablo, Madrid, 2013, página 38.
[2] Con esta encíclica, publicada el 5 de julio de 2013, el papa Benedicto XVI completaba las dedicadas a las tres virtudes teologales, tras la publicación de Spe salvi (2007) y Caritas in veritate (2009) sobre la esperanza y la caridad. El texto fue asumido por el papa Francisco, tras la renuncia al papado de su predecesor, enriqueciéndolas con algunas aportaciones. En la fecha de su publicación, se indicaba en un comunicado oficial del Vaticano, que el nuevo papa se suma a las encíclicas del Papa Benedicto XVI sobre la caridad y la esperanza y asume el "valioso trabajo" realizado por el Papa emérito, que ya había "prácticamente completado" la encíclica sobre la fe. A esta "primera redacción" –añadía el comunicado- el Santo Padre Francisco agrega ahora "algunas aportaciones".
[3] Esta persistencia argumental en las distopías puede comprobarse en aportaciones literarias especialmente conocidas y diferentes como 1984 la novela publicada por George Orwell en 1949 o la serie de libros ilustrados V de Vendetta, aparecida en 1982, escrita por Allan Moore e ilustrada por David Lloyd. Especialmente apropiado para el comentario es el famoso relato ¡Arrepiéntete, Arlequín!", dijo el señor Tic-tac (Repent, Harlequin! Said the Ticktockman) del maestro de la ciencia ficción Harlan Ellison que, referido al tiránico cumplimiento de los horarios, fue publicado en diciembre de 1965 en la revista norteamericana Galaxia.
[4] Se considera al novelista norteamericano William Gibson (1948) como el inventor del término ciberespacio y quien mejor adelantó el desarrollo de Internet a comienzos de los años ochenta del siglo pasado.
[5] Así, en Diccionario ideológico de la lengua española del académico Julio Casares, Editorial Gustavo Gili, Segunda edición, Barcelona, 1988, página 771
[6] Diccionario de la Real Academia Española, 22ª edición.
[7] Como modo adverbial en el diccionario de Julio Casares, ob. cit., página 861.

viernes, 25 de octubre de 2013

Una breve postal sobre la vida




Cuando te beso ahora
recuerdo todos los besos que te di
y recuerdo también los besos deseados
y los besos marchitos, los débiles,
los besos de las ligeras despedidas,
los mezclados con lágrimas,
recuerdo aquel que no quisimos darnos,
los tímidos besos del principio
y los besos profundos del reencuentro.
Cuando te beso ahora beso todas
las que has sido conmigo,
también las que serás, las que imagino,
aquellas que me aguardan y aún no saben
como será el destino si pervive.
Cuando te beso a ti beso incluso al olvido
y siento su sabor sobre mi vida.


domingo, 29 de septiembre de 2013

La otra luz de Vicente Sabido

Pocos poetas merecen tanto nuestro recuerdo y respeto como Vicente Sabido. Apenas le conocí. Antonio Carvajal lo invitó hace algunos años para que leyera sus poemas en la Cátedra García Lorca y acudí solo al Colegio Mayor San Bartolomé, con alguna lectura previa y apresurada de su obra y siendo conocedor de su amistad común con Álvaro Valverde. Éramos paisanos, poetas y los dos vivíamos en Granada.
Me llamó la atención su forma de leer. Parecía que descubriera sus versos por primera vez, que llevara mucho tiempo sin recordarlos, que los hubiera abandonado en algún rincón para que alguien los utilizara en su provecho. No me pareció que fuera un poeta ensimismado, sentí que tenía los ojos abiertos al mundo y entregados a los demás. Su enorme bondad, aunque no la mostrara de forma consciente, se vertía desde la orilla de sus versos como un tímido exceso que lo abrumara.
Su voz no alcanzaba siempre la verdadera y enorme profundidad que a veces destilaba su poesía. Su lectura, siendo correcta, comportaba una pequeña limitación. Creo que él lo sabia y que por eso nos decía sus poemas, cuando menos aquella tarde, envuelto en una cierta tristeza y resignación.
Hay hombres llenos de pulcritud, hombres a los que no parece que les cuesta trabajo ser limpios y honestos. Vicente Sabido parecía uno de ellos. Dimos un paseo, charlamos de algunas cosas y quedamos en vernos pronto. El tiempo pasó y he sabido más tarde lo de su enfermedad y su muerte reciente.
Afortunadamente, este verano pudo ver la luz esta preciosa antología que ha publicado Renacimiento al cuidado de José Julio Cabanillas. Buen conocedor de la poesía en lengua inglesa, Miguel d'Ors proclama la virtud del poeta asociándolo con el primer Eliot de La tierra baldía. Desde mi cortedad, lo encuentro mucho más próximo al último, al más lúcido, exacto y calmado de los Cuatro cuartetos.
Hay quien ha señalado en estos días que Vicente Sabido escribió algún poema histórico, que nos regaló algunos versos memorables. Creo que dicen la verdad. Basta leer los diecisiete del poema Qué queda por decir si todo es uno: Una lección de sencillez y sabiduría. Quizá tuvo una precoz lucidez tan cegadora que lo apartó muy pronto de la escritura, esa otra luz que delata la ambición prematura del silencio, la sensación de haberlo dicho todo y de no querer repetirse para mantener la fuerza del primer mensaje.
Ahora, la lectura de tan oportuna antología es cautivadora y obligada, un encuentro que llena al lector de aprecio por la obra discreta de un hombre que nos enriquece y conmueve, que sabe iluminar la conciencia y descubrir qué se esconde en algunas pequeñas oquedades del alma.

martes, 17 de septiembre de 2013

Discurso en la Real Chancillería


Resulta muy ingrato repetir tantas veces una verdad reconocida. Quienes han venido acudiendo a este sencillo acto institucional en los últimos años, han escuchado al Presidente del Tribunal Superior y a este Fiscal, reiterar la necesidad de acometer una serie de reformas y de contar con algunas dotaciones materiales que resultan indispensables para el desarrollo eficaz de nuestra labor. Pero en este último ejercicio, tan difícil para todos, la sociedad andaluza ha dirigido su atención hacia nosotros con una especial intensidad y se ha preguntado en silencio cómo pretendemos resolver un numero tan elevado de problemas y controversias que, en mayor o menor medida, muchas veces afectan a su vida cotidiana. Todos conocemos las limitaciones económicas que acosan a tantas familias, enturbian el futuro de sus hijos y proclaman los graves errores cometidos en diversas instancias por el desorden y la falta de rigor. Además, los ciudadanos andaluces creo que reclaman, exigiendo un lenguaje claro y preciso, una respuesta que pueda persuadirlos y que les permita seguir confiando en las instituciones que actúan en su nombre y que los representan.
Hace solo dos años recordaba en este mismo lugar, sin duda uno de los grandes salones de Andalucía, que no contábamos con espacios suficientes, con oficinas adecuadas, con la infraestructura o logística necesaria, con una asistencia técnica que complete nuestras naturales limitaciones, con gabinetes de comunicación que nos permitan cumplir con nuestro deber de informar adecuadamente a la opinión pública de forma clara e imparcial, con la elaboración de cifras estadísticas mas fiables o con equipos multidisciplinares de investigación que sirvan para combatir la criminalidad económica y organizada y que mitiguen –en buena medida- una crisis económica que podría vencerse con una mayor facilidad con la eficaz ayuda de la acción penal y del control administrativo o contable que prevengan la corrupción y el fraude.
Pero ¿para qué recordar una vez más lo que ya sabemos? ¿No es cierto, acaso, que la verdad cuando se repite tanto termina por diluirse en esa espuma informativa de los días y casi desaparece, adoptando un tono de fondo gris que acaba por engullir una especie de fatal resignación colectiva?
Procuremos reparar estas situaciones siendo conscientes de la realidad. No podemos sostener por más tiempo una repetida fórmula de crecimiento y de modernización de nuestro sistema de justicia muy parcial y por tanto fallida. Seamos prácticos y reconozcamos nuestra cortedad. No busquemos atender la carga burocrática de trabajo que nos imponemos y consigamos acotar claramente, promoviendo las reformas legales oportunas, solo aquello que la lógica más elemental debe asociar con el ejercicio de la jurisdicción.
Todo esto lo hemos manifestado en otras ocasiones. Pero hay que repetir que solo el trabajo ordenado, el esfuerzo y las buenas condiciones laborales pueden mejorar este panorama reiteradamente pesimista. Y es que, si todos conocemos y aceptamos estas carencias ¿porqué no buscamos de una vez por todas una solución que ajuste los excesos y comprenda que quizá deba operarse todo un sereno replanteamiento presupuestario de una administración asimétrica y en algunos aspectos desproporcionada, que parece muchas veces construida en perjuicio de la financiación que precisan los grandes servicios públicos que están en la mente de todos como son la Educación, la Sanidad, la Asistencia Social o la Justicia?

II

Creo que todos somos conscientes de la situación presupuestaria que padecemos. La comprendemos y comprendemos las enormes dificultades que el Gobierno autónomo tiene que sortear cada día para atender las necesidades de la función pública. No es una tarea fácil. Pero nosotros siempre hemos sido austeros y lo hemos sido tanto por necesidad como por una firme convicción. Lo que se reclama es muy razonable porque en estos muros, alzados hace más de quinientos años para servir a la verdad, no han tenido cabida veleidades presupuestarias, subvenciones injustificadas, dispendios innecesarios o hasta pequeños excesos. Conocemos el valor de las cosas que nos rodean y entendemos lo importante que resulta saber darles un uso duradero y paciente. Si en alguna ocasión se produjo un gasto mayor de lo necesario ha sido quizá por una mala gestión, quizá por una inercia equivocada, por no hacernos caso o por no hacer a su debido tiempo la pequeña inversión que resultaba necesaria. Sabemos que la austeridad es inteligente y limpia y que promueve en el quehacer de los tribunales una especial inquietud, una saludable inclinación para vislumbrar la mejor solución de los problemas a los que tenemos que enfrentarnos a diario. Quienes me escuchan y han trabajado aquí saben que digo la verdad.
Hace un año señalaba este Fiscal que no era –quizá- el momento de reclamar mayores presupuestos teniendo en cuenta la situación de pobreza que se extiende entre una buena parte de la población española y que alcanza con especial dureza a colectivos de inmigrantes y desempleados que formaban parte hasta hace muy poco tiempo de la indispensable clase media. La situación sigue siendo muy grave. La solidaridad de las instituciones pero –sobretodo- la solidaridad de las familias, de las iglesias y de otras discretas y casi olvidadas organizaciones benéficas, vienen mitigando esta lacra que debe avergonzarnos a todos y evitando que muchos ciudadanos que viven a nuestro lado padezcan incluso esa suprema humillación del hambre.
El gran poeta Horacio cantó en una de sus más famosas Odas el valor del aurea mediocritas porque no siempre entendimos igual y tuvo tan mala fama la mediocridad. El gran poeta se refería al dorado término medio que debe inspirar nuestra vida pública, al punto equidistante que deben guardar los ciudadanos sin alejarse demasiado de la verdad al margen de cuáles sean sus inclinaciones, buscando un punto adecuado que los aleje de la pobreza sin acercarlos a una opulencia que termina dañando el conjunto de valores éticos que sostienen el tejido social. Se refería el genio de Venusia a las clases medias que con la facilidad de su sustento, con el trabajo digno y con suficientes recursos son la fuente más copiosa para la seguridad jurídica, el florecimiento espontáneo del orden y el respeto a las leyes y para la prosperidad.
Nuestras prioridades siguen siendo las mismas que tuvimos el deber de señalar en el curso anterior, las que ya, de hecho, habíamos recordado en ocasiones anteriores y las que esta misma noche, nuevamente y con diversos matices, tenemos que recordar:

1.  La atención a las víctimas, dándoles la información precisa y procurando la efectiva satisfacción de las responsabilidades civiles que hayan tenido lugar. No se trata de exponerles solo aquello que quieren oír sino de ayudarlas a superar el dolor y cubrir sus necesidades sin que nazcan falsas expectativas. No olvidemos la necesidad de desarrollar las Oficinas de Atención a las Víctimas previstas en la ley desde hace tantos años pero con una escasa o nula presencia en nuestros tribunales.
2. La incautación de bienes y la intervención de fondos de origen ilícito debe convertirse en un horizonte prioritario que aproveche la profesionalidad y la extraordinaria formación de nuestra Policía Judicial.
3.  La lucha contra el fraude y la corrupción, ante la aparición de nuevos casos de enorme gravedad que han sido denunciados o están siendo investigados por el Ministerio Fiscal en estos últimos meses, tiene que contar con medios excepcionales y demostrar que resulta tan imprescindible como rentable. Deben adoptarse distintas iniciativas conforme hemos señalado en nuestra Memoria anual.
4.    Parece que ya ha prendido en la sociedad española la unánime reclamación de una legislación procesal adecuada a nuestro tiempo. Hablamos de una aspiración a la que no podemos renunciar, estudiando su implantación con una situación presupuestaria excepcional a corto plazo que podrá generar -con el paso del tiempo- un notable ahorro presupuestario. La instrucción debe trasladarse al Ministerio Fiscal sin complejos, sin cuestionamientos carentes de rigor, solventando –de una vez por todas- esta vieja cuestión procesal española.
5.    Seguimos alertando, por último, sobre el peligro de la demagogia como una de las más graves degeneraciones del sistema democrático. Como señalé en mi discurso anterior, la demagogia es la triste apuesta de aquellos que solo quieren, aprovechando el halago a sentimientos elementales, incrementar su poder o mantenerse en él y es una lacra de consecuencias siempre negativas e imprevisibles. Su alianza creciente con el descontento y el uso masivo del anonimato entraña grandes peligros. Uno de los más graves, tanto como el de la impunidad, es el de las acusaciones infundadas a las que debemos combatir con calma, con severidad y sin ningún temor.

III

Como en años anteriores y antes de concluir este breve discurso quiero proclamar que es preciso fortalecer, aún con mayor energía, el compromiso de la Fiscalía andaluza en la lucha contra la corrupción, el crimen organizado y el fraude, una postura que debe convertirse en una de las señas de identidad de nuestra región, una vitola para prender en nuestro temperamento.
Nuestra tierra es una de las más brillante encrucijadas de España, de Europa y del mundo. No permitamos que se nuble su futuro y se mancille tantas veces su nombre. Luchemos coordinada y honestamente contra la corrupción, pero no con palabras sino con hechos, atendiendo razonablemente nuestras necesidades, abriendo todos los debates y críticas que sean necesarios siempre con respeto a los preceptos constitucionales que ordenan nuestra convivencia. Hablamos de un esfuerzo colectivo y constante, de una actuación decidida, discreta y reflexiva, nunca de una aventura individual. Solo actuando de esta forma conseguiremos que seamos nosotros quienes tomemos las decisiones y no las decisiones quienes nos tomen a nosotros, porque lo verdaderamente importante no solo es que encontremos casos muy graves de corrupción, sino la forma de reaccionar ante ellos.
Quienes me conocen bien me han oído repetir que esta crisis económica a la que viene llamándose últimamente Gran Recesión quizá ni sea una crisis ni sea de naturaleza exclusivamente económica. A salvo de algunos tecnicismos terminológicos, esta crisis no es ni ha sido nunca coyuntural, es un fenómeno estable que ha conseguido invertir tendencias y generar cambios estructurales en nuestra forma de vida cotidiana. Es evidente que es una crisis económica pero también es una crisis moral, una crisis axiológica, una quiebra de valores. Todos sabemos que buena parte del sistema financiero ha descansado en los últimos años sobre comportamientos muchas veces crueles y equivocados que han olvidado la prudencia inversora, la diligencia del buen comerciante, la agudeza y habilidad en el trato, la importancia de la confianza depositada en el gestor de nuestros ahorros; una serie de sólidos principios, en suma, que históricamente han propiciado la igualdad, la riqueza y la justicia social allí donde han sido respetados con una mayor energía.
No pretendo mostrar un pasado efímero de idílica falsedad pero reconozcamos que nos hemos apartado demasiado de una gestión virtuosa y que hemos olvidado muchas veces la importancia de la verdad. Por eso creo que la crisis que sufrimos es también una crisis de la verdad. Parece que mentir sea un derecho que no solo incumbe al imputado, sino que se extiende de manera imparable en buena parte del escenario social. Y parece que todos debemos aceptarlo como un proceso natural. Pero es algo completamente inaceptable y por eso debemos recordar que hacer cumplir las leyes siempre requiere encontrar previamente la verdad. Se trata de una labor imprescindible que exige mucha comprensión y mucha ayuda. Justamente la comprensión y ayuda que esta noche les pido para que el encuentro con la verdad siga siendo el rumbo que debe afrontar nuestro futuro.