domingo, 24 de noviembre de 2013

LA CRISIS DE LA VERDAD (fragmento de un discurso en el Instituto de Academias de Andalucía)


Justicia, de Jose Luis Hinchado, Mérida, Ciudad de la Justicia

... desde hace algunos años, venimos sufriendo la que comienza a llamarse Gran Recesión, un deterioro económico extendido, muy prolongado y generado por diversos factores de signo especulativo, que ha provocado grandes recortes en el presupuesto de los servicios públicos básicos y una bajada apreciable en el salario de funcionarios y de toda clase de trabajadores. El incremento de la pobreza ha sido enorme y el descenso del consumo tan importante que asombra por su entidad a los observadores económicos, pone en peligro el tejido comercial de nuestros pueblos ciudades y destruye un empleo cada día más precario y próximo, por duro que parezca, a los límites de una pequeña esclavitud.En términos generales, a mi juicio, el mayor de los devastares efectos que ha tenido en la sociedad española, ha sido el sacrificio de una clase media profundamente indignada porque ha visto mermados sus derechos fundamentales y porque habita desde hace tiempo en un estado de incertidumbre e inseguridad jurídica: Aquello que parecía inamovible, como los “derechos adquiridos” del empleado público, se ha liquidado en unas horas poniendo en marcha un mecanismo tan irritante como el Decreto Ley. No es extraño que este estado de cosas desemboque, por vericuetos relacionados con el malestar y la maltrecha economía de las familias, en el caudal de los viejos problemas de España como el ingrato debate territorial, el pesimismo de los intelectuales y creadores, la desconfianza infundada en todas las instituciones o la corrupción política y financiera.
En los últimos años, distintas y apartadas voces han señalado que la crisis económica es la consecuencia de una profunda crisis moral y, de manera más específica, de una crisis de valores instalada desde hace tiempo en la sociedad occidental de la que forma parte España. Esta firme percepción, mayoritaria entre el pensamiento crítico y avalada por la fuerza de los hechos, se vincula con la falta de escrúpulo de las entidades financieras y con el comportamiento irracional y egoísta de todo tipo de responsables públicos y organizaciones sociales con la finalidad de mantenerse en el poder o de eludir sus responsabilidades.
Pero siendo cierto todo lo anterior, a mi juicio, lo que ha terminado por aflorar como una de las rutinas de nuestra vida cotidiana, casi sin darnos cuenta, es una crisis de la verdad. No es la anterior afirmación una ligera ocurrencia de este aprendiz de filósofo: Es una cuestión que aparece ante nosotros cada vez con mayor nitidez y que vemos reflejada en algunos textos referenciales, quizá los de mayor valor, de nuestra encrucijada temporal.
Sirva como ejemplo que este mismo año y en el mundo católico, la encíclica Lumen Fidei mostraba la urgente necesidad de recuperar la conexión de la fe con la verdad[1] y descubría el orden social de nuestro tiempo como un orden desmemoriado en el que apenas se recuerda todo aquello que nos precede y que tiene que servirnos para entender este presente que nos ha tocado vivir. Cuando hablamos de la verdad, podemos distinguir, como hacen Bergoglio y Ratzinger[2], una verdad mecánica o tecnológica que nos facilita la vida a través de misteriosos ingenios que nos tranquilizan cuando los vemos funcionar. De hecho nuestra creciente dependencia de ellos confunde su funcionamiento con la normalidad. Esta verdad tecnológica cobra una fuerza inmensa entre la juventud hasta el punto de proponer una realidad diferenciada en la que apenas tiene cabida la lectura, el sosiego intelectual, el silencio reparador o la exposición de una verdad desnuda de atributos, que no precisa ser repetida y que escapa de la insistencia y la tozudez. Solo es verdad aquello que funciona y que lo hace ante nuestros ojos no absortos sino indiferentes, ávidos de que se atiendan nuestros deseos con la exactitud de un resorte inconsciente.
La idea de la verdad mecánica, de una calma tecnológica que tranquilice a las masas, me recuerda que el entorno presente se detiene con mucha mayor dificultad. Las televisiones de plasma ofrecen un programa continuo que nunca acaba y que nos persigue en cuartos de hotel y salas de espera, los comercios, las farmacias, los templos y las bibliotecas universitarias ensanchan sus horarios sin descanso, los espacios públicos se agotan, las grandes terminales se abren a un día perpetuo y cenital gobernado por la luz artificial y cercado por amplios ventanales herméticos que nos muestran la luz pero nos esconden el aire. Vivimos en un estado de permanente vigilia que dificulta la capacidad de reflexión y hasta el juicio moral de nuestros propios actos. El pasado domingo, la propaganda de una lujosa compañía aérea nos ofrecía vuelos asequibles hasta una de las más brillantes capitales del golfo pérsico no como la ciudad que nunca duerme sino como la ciudad que nunca descansa. Ahora, en muchos lugares del planeta ya no quedan noches oscuras y apenas quedan ya lugares o caminos que puedan considerarse remotos. Una intensa sucesión de acontecimientos nos deja muy poco tiempo para recordar la fuerza de la verdad, para leer, para meditar cual sea la decisión más conveniente a nuestros principios, para distinguir aquello que debe permanecer en nuestra fértil memoria y aquello otro que tenemos la obligación de olvidar.
Esta verdad tecnológica es la verdad básica del movimiento y la fuente de una angustia que desborda con facilidad a la entereza.  Nada perturba más al viajero que la quietud forzada del vehículo que debe trasladarlo lejos. El avión detenido y cerrado en la pista, el tren parado sobre los raíles de alta velocidad, el automóvil atrapado en la retención de la autovía. Todos esos cubículos de plástico, cristal, hierro y acero con nosotros dentro viven la paradoja de su parálisis como una creciente inquietud, como una sensación exasperante que parece no tener fin cuando, como regla general, solo dura la espera unos pocos minutos. Ya sabemos que el sueño o la anestesia no pueden detener la vida, pero también sabemos que el sosiego es importante para iluminar la razón y para encauzar en la dirección adecuada nuestro compromiso social y hasta nuestra indignación. La verdad tecnológica parece ser, en definitiva, la única fiable, la única que se comprende por todos con claridad y ello aunque ignoremos, otra paradoja más, los ocultos mecanismos de su ingenio creador.
Junto a la verdad tecnológica podemos distinguir la verdad del individuo, la verdad más pequeña de todas, aquella que cada espíritu intuye y decide expresar con claridad ante sí mismo y ante los demás. En nada nos miente quien está equivocado y nos transmite su error y es que hablamos siempre de una verdad relativa, de la verdad de la imperfecta razón y de aquella que distingue mejor que ninguna otra al espíritu virtuoso del ánima proterva y enrevesada. Esta verdad debe marcar en nosotros una búsqueda o una tendencia, un firme equilibrio para expresar lo sentido sin engaño alguno pero con suficiente respeto y claridad.
Aquí, en ese ancho campo de la verdad, lo importante empieza por no mentirnos a nosotros mismos; por eso los riesgos de esta verdad íntima se asocian con el nivel de dificultad que estemos dispuestos a franquear, porque el horizonte de la verdad que construimos en nuestro interior es el que realmente nos permite transitar por la vida con mayor comodidad o esfuerzo. La decisión de mentir, callar o decir la verdad es la que determina que transitemos por un camino dócil, llano y sin sobresaltos o por ese otro Gran Camino reservado al espíritu más elevado pero lleno de adversidad e incomprensión, ese firme dilema del que nos hablara, con su asombrosa lucidez, don José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas.

La crisis de la verdad social

Una tercera forma de verdad, aquella que ahora más nos interesa, es la verdad social, la más grande y desprestigiada de todas, la más temida porque ha sufrido formidables traiciones que han sido capaces de transformar al hombre en un ser despiadado. Esta es la verdad que arrastró al continente europeo durante el pasado siglo hasta las fauces del Estado totalitario, la que sustrajo a la ciudadanía su dimensión individual y la que arrastró a muchos fanáticos hasta el abismo irreparable del genocidio.
Superadas aquellas terribles experiencias y salvadas las distancias oportunas, la sociedad occidental de nuestro tiempo comienza a perder de nuevo el respeto a la verdad. Esta verdad social es la verdad en crisis y es la que puede, en el curso abundante de nuestro presente, conducirnos hasta una totalidad virtual sin lógica ni principios morales que lo sustenten con suficientes garantías de futuro. Es esta verdad de los demás, este reflejo de nuestra persona sobre la vida social, la que ha dejado de interesarnos, aquella a la que ha dejado de prestarse suficiente atención, la que no queremos que rompa nuestro prejuicio ni entorpezca de ningún modo nuestras ambiciones y deseos.
Para hablar de la verdad social tenemos que recordar que los excesos del siglo XX propician el desarrollo de una brillante literatura de anticipación social que cultiva la distopía, la historia de un futuro indeseable que, bajo la apariencia de normalidad, conduce a la destrucción del individuo precisamente a través de una destrucción ordenada de la verdad[3]. Estas magistrales aportaciones parecen advertir al lector de la proximidad de riesgos ocultos en su vida cotidiana que lo aproximan inexorablemente a distintas formas de tiranía. En sus páginas encontramos avisos muy diversos que confirman el peligro que nos acecha como, por ejemplo, la destrucción de la intimidad mediante el espionaje impune e indiscriminado. La constatación de esta inferioridad del individuo frente a la maquinaria del Estado es la que ha permitido imponer en la sociedad de nuestro tiempo un relativismo egoísta que justifica casi todo y, en especial, la mentira piadosa que, por cierto, a veces adquiere la forma administrativa de la subvención y permite construir una realidad falsa y artificial que se confunde con la realidad verdadera, cuando no es mas que un mero reflejo de nuestros intereses puramente materiales.
Se ha dicho que Internet es la plasmación del viejo Leteo, uno de los cinco legendarios ríos del Hades, aquel cauce misterioso y temido donde las almas acudían a beber tras la muerte para olvidarlo todo antes de reencarnarse[4]. En Internet la verdad no solo queda destruida por la ocultación, la mistificación o el silencio, sino por el exceso caótico de información, por una abundancia de datos, cifras y criterios de tal magnitud que resulta imposible de ordenar y contradecir. No es la mentira la que viene destruyendo esta verdad social de la que nos ocupamos, sino la torpeza, la falta de rigor científico y de valor moral, la degradación del buen criterio hacia el chascarrillo inútil y malintencionado, la sustitución del argumento dialéctico por la mera imprecación normalmente atrabiliaria y tantas veces soez.
Es evidente que la verdad individual se proyecta sobre nuestra vida en común y es una verdad relativa, discutible y polémica, más próxima a la opinión que a los hechos, pero cuando hablamos de verdad social, hablamos de una verdad incontestable, acotada de manera férrea e indubitada a la pregunta que la produce, es la verdad sin filosofía, es la verdad radical de los hechos que no presenta duda alguna y que se contrapone a esa verdad especulativa que tiene lugar –por ejemplo- cuando en la mañana de hoy alguien nos asegura que es de noche y no nos mienta porque, como señalaba Wittgenstein, solo está filosofando.

Los ojos de la lengua

En realidad la crisis de la verdad social casi resulta comprensible. Decía Marcel Proust que solo nos acordamos de la verdad cuando sufrimos y no le faltaba razón. Como hija del tiempo, la verdad ilumina el pasado pero también su búsqueda, más o menos sincera y afortunada, mitiga los rigores del sufrimiento o la angustia.
La parquedad del idioma demuestra muchas veces la dificultad de sostener un determinado comportamiento moral para encontrar una verdad incontestable. Las palabras sin antónimo crean en nuestra mente un clamoroso vacío y suelen demostrar la importancia y vigencia de algunas profundas encrucijadas. ¿Cuál es el antónimo del verbo mentir? ¿Qué palabra única y exacta se refiere sin necesidad de tener que apoyarse en alguna otra al hecho sencillo de expresar la verdad?
Contamos con un verbo para expresar la mentira pero no tenemos ninguno que indique lo contrario. La verdad aparece como un concepto sustancial que puede decirse, ocultarse, gritarse o contarse, pero no existe ese verbo en nuestra lengua que defina -sin apoyatura alguna- la manera sencilla de hacerla real.
Adverar es certificar algo, aseverar es afirmar o asegurar lo que se dice y atestiguar es decir algo –cierto o no- como testigo. Hasta sincerar es un verbo transitivo que procura a través de la palabra la exculpación de alguien[5] o bien que, a modo de purificación y conforme a su significado etimológico, justifica la culpabilidad o inculpabilidad de otra persona[6].
¿Porqué no hemos construido en esa lenta transformación de la lengua, un verbo virtuoso que solo conduzca a la significación del ejercicio oral de la verdad? Parece que nuestro idioma parta de una cierta desconfianza, que reconociera que nunca se puede decir toda la verdad y que el uso de las palabras la redondea siempre de una manera imperfecta, como si fuera un canto rodado que ningún artilugio sabe fabricar. Pareciera que la verdad es casi un atributo de la divinidad y que solo a ella podemos recurrir para que pueda decirse o redondearse limpiamente y sin margen alguno de error. De hecho, la Verdad con mayúscula la identificamos con alguna forma de mística revelación.
Son los ojos de la lengua, es su coherencia interior, los que parecen advertir la importancia de esta actividad que parece siempre replegada solo al terreno de lo probable. El problema es que la verdad social no podemos confundirla con las verdades del individuo y en la verdad social si es fácil concretar qué paso, qué hicimos o qué vieron nuestros ojos. La verdad social siempre sabe cómo debemos responder al interrogante que se nos plantee, porque la verdad social es siempre una verdad elemental que no admite ambigüedad alguna que pueda esconderla. La verdad social, a diferencia de las otras, es totalmente incompatible con la mentira.

Sobre la media verdad

Mentir públicamente apenas tiene reproche en la sociedad actual. Por eso han ido desapareciendo con el paso del tiempo las medias verdades. La costumbre nos señala que tan malo como mentir es decir media verdad. El problema es que esta vieja enseñanza moral ha dejado de tener vigencia en nuestros días. En otro tiempo, la sociedad reprobaba la mentira con tanta energía y firmeza que el mentiroso tenía que ocultarla y engañar de algún modo a su destinatario individual o colectivo. Conseguía así una especie de mentira empobrecida, una mala verdad[7] que solo parcialmente satisfacía su instinto pero que generaba muchas veces, como era finalmente su propósito, un daño abundante o fatal.
Como ya hemos señalado, en este mundo virtual del presente en el que el vértigo de la realidad devora sin parar y atropelladamente toda clase de noticias, casi nadie tiene tiempo de analizar el rigor de cualquier información. Hoy día es muy fácil mentir. Solo entraña algún riesgo la mentira asociada con alguna forma expresiva de torpeza. Nadie se detiene a comprobar si es cierto lo que dijimos públicamente y si se hace es por razones sectarias e interesadas; no se hace por descubrir la verdad sino por destruir con mayor facilidad a nuestro interlocutor. En el análisis de la realidad, todo tiene que reducirse al titular de la información y ni siquiera esta delicada labor se afronta con calma por quienes cuenten con la pericia que otorga la experiencia. Hoy día, la media verdad casi ha desaparecido de nuestra vida social pero lo ha hecho porque resulta innecesaria ya que es más rentable y menos peligroso para cualquiera mentir sin ninguna ocultación o artificio que buscar cualquier artilugio para escapar de la verdad.
Cuando vemos una mentira impresa como noticia en la edición digital de cualquier diario, a veces hasta podemos observar como el tiempo la va modificando igual que el curso del día modifica el perfil de un siniestro paisaje. La atención no puede centrarse y acude de un sitio a otro para ordenar al crisol que la red conduce            vertiginosamente hasta hogares y oficinas. Luego esta noticia se diluye entre otras, casi todas escandalosas y, sean o no reales, van conformando en nuestro interior un agitado pensamiento lleno de incertidumbre y temor en el que la verdad casi ha desaparecido como un eco inaudible y anónimo.

La exposición pública de la mentira

No es fácil responder a la pregunta de quienes deben actuar como interlocutores a la exposición de la verdad. Esa voz neutra y un tanto pasiva del parte radiofónico suministrado por el Estado ha dado paso, en ocasiones, a la voz histérica de tertulianos profesionales que no tienen mucho respeto, más bien ninguno, por la verdad más elemental. Es evidente que no podemos generalizar pero, de un tiempo a esta parte, los gritos se han impuesto en los platós como argumento de autoridad ante cualquier razonamiento atendible.
Hoy día se admite con demasiada facilidad una interlocución equivocada. Se concede nuestro silencio para atender a quienes no debieran ser escuchados. Se imponen modos de comunicación desafortunados. Se trivializa la mentira como una forma natural de relación con los demás. En el Derecho Romano –del que quizá debieran estudiarse unas nociones básicas en el bachillerato- la auctoritas solo residía en aquellas personas o instituciones que contaban con una suficiente cualidad moral y conocimiento para emitir una opinión relevante para la sociedad con suficiente claridad y rectitud. Quienes tenían auctoritas eran aquellos que, de forma espontánea, hacían brotar a su alrededor el silencio suficiente para explicarse en alta voz. El niño, el adolescente, los jóvenes hoy miran a su alrededor y encuentran demasiadas referencias torpes e inútiles, demasiado ruido, muy poco silencio que circunde a quienes debemos, por su formación, voluntad o por su ejemplo, atender antes que a los demás.

La impunidad de la mentira

Si el hecho de mentir debe comportar en todo caso una reprobación moral, su exposición pública constituye una irresponsabilidad de consecuencias a veces imprevisibles. Tradicionalmente, desde la Ilustración, los textos legales han ido proclamado un derecho a ocultar la verdad, a no declarar contra sí mismo, a no confesar la culpa, a complicar el curso de cualquier investigación para defenderse mejor de los rigores del sistema justicia penal
Pero estos beneficios procesales no están pensados para la convivencia cotidiana con los demás: Se refieren a situaciones límite en las que cualquier persona debe preguntarse si le resulta -desde un punto de vista ético- exigible una conducta diferente a la hora de interrogarse sobre las consecuencias de sus actos.
Hoy día tiene lugar una desmesurada extensión del derecho a mentir en cualesquiera polémicas sociales. Se esconde entre la ambigüedad, el desaire o la complicidad más grosera y abona una continua satisfacción del maniqueísmo que ha invadido definitivamente nuestra vida pública. Muchos son los que proclaman equivocadamente que cuando defiendo mis postulados y los de mis correligionarios, en nada debo avergonzarme: Mentir por no perjudicar una causa es no mentir, es sostener un comportamiento acorde con la realidad a la que debo enfrentarme. Este amargo equívoco o error, la extensión del derecho a mentir como una especie de atributo de militancia o una costumbre avalada por la complicidad del silencio, va calando en el tejido social y creo que, lejos de resolver nuestro horizonte, lo va tiñendo de pesimismo y desesperanza ...




[1] “Lumen Fidei” (La luz de la fe), Carta encíclica de Su Santidad Francisco. Editorial San Pablo, Madrid, 2013, página 38.
[2] Con esta encíclica, publicada el 5 de julio de 2013, el papa Benedicto XVI completaba las dedicadas a las tres virtudes teologales, tras la publicación de Spe salvi (2007) y Caritas in veritate (2009) sobre la esperanza y la caridad. El texto fue asumido por el papa Francisco, tras la renuncia al papado de su predecesor, enriqueciéndolas con algunas aportaciones. En la fecha de su publicación, se indicaba en un comunicado oficial del Vaticano, que el nuevo papa se suma a las encíclicas del Papa Benedicto XVI sobre la caridad y la esperanza y asume el "valioso trabajo" realizado por el Papa emérito, que ya había "prácticamente completado" la encíclica sobre la fe. A esta "primera redacción" –añadía el comunicado- el Santo Padre Francisco agrega ahora "algunas aportaciones".
[3] Esta persistencia argumental en las distopías puede comprobarse en aportaciones literarias especialmente conocidas y diferentes como 1984 la novela publicada por George Orwell en 1949 o la serie de libros ilustrados V de Vendetta, aparecida en 1982, escrita por Allan Moore e ilustrada por David Lloyd. Especialmente apropiado para el comentario es el famoso relato ¡Arrepiéntete, Arlequín!", dijo el señor Tic-tac (Repent, Harlequin! Said the Ticktockman) del maestro de la ciencia ficción Harlan Ellison que, referido al tiránico cumplimiento de los horarios, fue publicado en diciembre de 1965 en la revista norteamericana Galaxia.
[4] Se considera al novelista norteamericano William Gibson (1948) como el inventor del término ciberespacio y quien mejor adelantó el desarrollo de Internet a comienzos de los años ochenta del siglo pasado.
[5] Así, en Diccionario ideológico de la lengua española del académico Julio Casares, Editorial Gustavo Gili, Segunda edición, Barcelona, 1988, página 771
[6] Diccionario de la Real Academia Española, 22ª edición.
[7] Como modo adverbial en el diccionario de Julio Casares, ob. cit., página 861.