La destrucción de los bienes culturales a consecuencia
de la guerra ha sido considerada tradicionalmente como una mera contingencia
del combate, una calamidad propia de la controversia violenta de las naciones o,
peor aún, como una sabrosa parte del botín que la diosa alada de la victoria
entregaba como premio a los vencedores. Desgraciadamente, en buena parte del
mundo y en la mentalidad de muchos dirigentes y ciudadanos, esta percepción sigue
plenamente vigente.
No estoy exagerando y hasta el
poderoso argumento del lenguaje podría socorrer la gravedad de mis palabras.
Recordemos que el expolio, término
aceptado por el conservacionismo para referirse a la destrucción o puesta en
peligro grave de los bienes que integran el Patrimonio Histórico, sigue
operando como un sustantivo definido como el botín del vencedor y este botín,
como también nos señala la Real Academia Española se configura como un derecho,
como un premio de conquista, como el
despojo que se concedía a los soldados en el campo vencido o en las plazas
enemigas ocupadas. Hasta el Derecho Internacional clásico consideraba el saqueo y el apoderamiento de los bienes culturales
del enemigo como un título válido para la adquisición de la propiedad. En cuanto a su pura destrucción,
quedaba justificada como una decisión estratégica para minar su voluntad del
enemigo e incrementar la moral de las tropas.
Aunque pueda resultarnos
extraño en pleno siglo XXI, la mejor defensa de los monumentos y de otros
bienes culturales, sigue siendo en muchas ocasiones su propia belleza y su
incalculable valor. Son magnitudes que se configuran como una garantía de
conservación al despertar en el vencedor un torpe deseo de posesión, de
adquirir un trofeo que pueda exhibir y le sirva para compensar su esfuerzo.
Muchos de los palacios, fortalezas, templos, ruinas o de los objetos históricos
que se han conservado a lo largo de la historia, lo han sido por el azar o por
la formidable fuerza de la codicia, la soberbia o la vanidad.
Este verano se ha cumplido
el primer centenario del comienzo de la Gran
Guerra. Sobre el profundo avispero de los Balcanes, la muerte del
archiduque de Austria Francisco Fernando a manos de un joven terrorista serbio
el día 28 de junio de 1914, se convierte en la espoleta de una encrucijada
trágica que abre una de las grandes noches del mundo, una oscuridad infernal de
la que no podrá salir la humanidad, más allá de la frágil rendición de 1918, hasta
mediado el pasado siglo o incluso mucho después con el inesperado final de la
llamada Guerra Fría cuando caen los
primeros bloques de hormigón de esa tensa y siniestra herida que rompió nuestra
querida Europa y que fue El Muro de
Berlín.
1. La cultura
como factor casi invisible
En los meses previos a la Gran Guerra ni la diplomacia, ni los servicios secretos, ni los
líderes pacifistas o la propaganda nacionalista más radical alertan excesivamente
del peligro de destrucción monumental o de la pérdida irreparable de grandes valores
materiales de la cultura. La prensa, meticulosa con otras posibles consecuencias
socio económicas, simplemente no informa sobre este particular. Las multitudes
se agolpan frente a las oficinas de los grandes diarios para conocer las
últimas noticias que
conducen a la tragedia, pero la posible destrucción de la cultura y de alguno
de sus testimonios más brillantes, es un tema casi intrascendente que a pocos parece
importar.
Se ha puesto de manifiesto
que las potencias beligerantes, tras consumar su escalada armamentista, eran
plenamente conscientes de que iban a destruir la Vieja Europa para convertirla en un entorno mucho menos agradable
que el anterior, en un nuevo mundo
desolado y cruel
pero lo sorprendente es que nadie calculara, aunque fuera por simple
curiosidad, el daño que podía producirse. Los dirigentes del viejo continente y
los pueblos desvalidos que lo habitaban, parecían sufrir una especia de letargo
que les nublaba la razón y les impedía calcular adecuadamente el precio a pagar
por sus torpes ambiciones.
Las grandes potencias, al
margen de otros debates políticos o territoriales, fueron a la guerra solo para
no dejar de serlo y sobre un ambiente demencial en el que cualquier voz que se
hubiera alzado para recordar la necesidad de proteger el Patrimonio Histórico,
hubiese sido considerada una voz ridícula y hasta peligrosa o incluso una voz
traidora que luchaba por impedir la justa satisfacción del sagrado interés
nacional.
Una afirmación de este
calibre no debe sorprendernos ni parecernos exagerada. En una sociedad tan
avanzada en su tiempo como la francesa, se llegó a justificar sin rubor el
asesinato del gran pacifista Jean Jaurés el
31 de julio de 1914, esgrimiendo para ello algo peor que la famosa razón de estado. Cuando se juzgó al
asesino tras 56 meses de prisión preventiva, un fanático monárquico de nombre Raoul Villain, se apreció por el
Tribunal de París en la motivación de su escandalosa decisión absolutoria, que
su acción –en definitiva- había permitido y contribuyó a que Francia ganara la
guerra, por lo que fue puesto en libertad el 29 de marzo de 1919. Hasta la
familia de la víctima tuvo que pagar las costas del proceso.
No es fácil encontrar en el
siglo XX europeo, un ejercicio tan gigantesco de hipocresía y una utilización
más torcida del Derecho Penal, para proclamar la barbarie y aventar los rescoldos
del odio y el más puro rencor nacional. El político asesinado recibía toda
clase de reconocimientos póstumos y hasta se colocaban lápidas o se erigían
monumentos en su memoria en las glorietas de Francia, pero al mismo tiempo se
abría la puerta de su celda al asesino para que tomará el camino de España
donde moriría también asesinado al comienzo de nuestra Guerra Civil en la isla
de Ibiza, donde se había instalado, por un grupo de milicianos anarquistas que
probablemente desconocían sus antecedentes y pensaban que era un espia del
ejército sublevado.
Sobre un panorama tan
sombrío, a nadie puede extrañar la falta de un debate suficiente sobre la
protección de la cultura. Al margen de alguna tímida propuesta, a nadie o casi
nadie importaba la conservación de un legado que podía entorpecer los
engrasados carriles del odio. En realidad, la primera paradoja a la que debemos
enfrentarnos y la primera conclusión que debemos extraer es que este menosprecio
hacia el Patrimonio Histórico, casi fue un elemento positivo. El hecho de que
nadie procurara defenderlo con una mayor energía al comienzo de las
hostilidades, probablemente determinó que no se reparara en su alto valor
simbólico. De haberlo hecho, es muy posible que todas las potencias
beligerantes, cegadas por la insatisfacción de un éxito militar rápido y definitivo,
hubieran pretendido destruir la moral del enemigo o afianzar propia con la salvaje
destrucción de sus bienes culturales más preciados, buscando algunas
justificaciones.
No será esta la única
paradoja a la que asistiremos. Al comienzo de la guerra, como si de una imagen
surrealista se tratara, antigüedad y modernidad se funden en una misma estampa.
Los dragones franceses aún lucen coraza plateada y la caballería inglesa
conserva en su equipo el sable de combate. Todavía veremos tropas de infantería
correr sobre campos verdes atacando posiciones con vivos colores en sus
uniformes. Lanzas y máscaras de gas se asocian en el equipo del lancero alemán.
Esta necia confusión anuncia un panorama torpe y fantasmagórico que subraya la
barbarie y que aún hoy, al mirarlo sobre viejas fotografías, nos produce una
oscura perturbación y un gigantesco desánimo.
2. La edad de los Titanes
A pesar de este espeso silencio, antes de la contienda
ya podía vislumbrarse que la importancia básica de la Gran Guerra, era la de abrir en la historia una nueva era de masiva
destrucción y terror hasta entonces completamente impensable.
El gran escritor y humanista
alemán Ernst Jünger,
movilizado como alférez en 1914, lo dejara plasmado en una página memorable de
su diario de campaña Tempestades de acero,
cuando describe su llegada hasta el frente occidental. Acurrucado sobre el
barro de una trinchera, contempla un inmenso fulgor azul cobalto que arrasa todo
el cielo como manto siniestro. Se trata de la explosión de un obús y es allí, en
aquella angustiosa penumbra, cuando ve por primera vez en su vida la silueta de
un hombre que le habla y lleva puesto un casco de acero. Esta imagen, ahora
reconocible pero que entonces parece arrebatada de un futuro de pesadilla, le
hace pensar que asiste al nacimiento de una nueva era caracterizada por astutas
y formidables pautas de muerte y destrucción que casi no pueden ser concebidas
por el hombre, ingenios que imitan al poder destructivo de la naturaleza y que son
propias de una nueva era a la que quiso llamar la Edad de los Titanes.
Los europeos más lúcidos,
beligerantes o no, son plenamente conscientes de que están llegando hasta un
punto sin retorno. Pero a la mayoría no les importa porque nada los detiene de
una obsesión colectiva por la hegemonía. La tentación de acumular territorios o
influencias, de devorar el Imperio Austro Húngaro y la aparición de un
nacionalismo mezquino y excluyente que sustituye el equilibrio de diplomacia y
la inercia administrativa, enciende un oscuro deseo de destrucción que olvida
la cultura como un simple escollo de escaso valor, un trasto al que debemos sortear para ser leales con la historia de
cada pueblo.
En esa imagen de la
trinchera y la máscara de gas, en el estallido de los gigantescos obuses y en los
campos martirizados de Francia está naciendo la convicción de que es posible la
autodestrucción de nuestra especie con la justificación de la guerra. En
realidad, quizá asisten los ejércitos europeos al origen del pánico nuclear que
estallará por primera vez unos treinta años más tarde, cuando quizá se cierra
efectivamente este conflicto.
3. Una breve
referencia a la frágil neutralidad de España
La neutralidad española ha sido –quizá- la
circunstancia que torpemente nos viene alejando de esta triste conmemoración,
triste pero muy valiosa para comprender y corregir la fatalidad de espesos
errores que, en cierta medida, aún persisten en muchos lugares del viejo
continente. España no debe considerar la Gran Guerra como algo ajeno porque
también sufrió graves daños, ataques injustificados a su población civil,
traumas sociales, algunos enfrentamientos internos y hasta graves injusticias e
incomprensiones. Alfonso XIII desarrolló valiosas acciones humanitarias pero
vio frustrado su ardiente deseo de convertirse en el gran mediador aprovechando
el parentesco que le unía al Káiser o al Rey de Inglaterra. España, en
definitiva, solo aprovechó su alejamiento de la contienda para alimentar una
malsana codicia y obtener un mayor desarrollo económico
y hasta comenzó a gestar su propia tragedia histórica del siglo XX ignorando un
ejemplo de tal magnitud del que no supo extraer algunas enseñanzas
fundamentales y alimentando la división interna entre un ejército germanófilo y
una sociedad civil aliadófila con menor ambigüedad que la Corona.
La revisión del papel de
España en la Gran Guerra tiene lugar
en los últimos años, cuando se recuerdan algunos elementos periféricos como el de considerar Madrid el escenario quizá más relevante
del espionaje mundial. En varias ocasiones estuvo nuestro país al borde de
declarar la guerra a Alemania por las salvajes y reiteradas agresiones a
nuestra Marina Mercante, pero la posición moderada de Alfonso XIII y la fortuna
de una situación geográfica comprometida para ambos bandos, nos libró
milagrosamente del conflicto sin tener necesidad, al contrario de lo ocurrido
con Portugal, de
tomar partido por alguna de las potencias y enviar nuestras tropas a combatir
en los campos de Flandes, África o del este de Europa.
Los intelectuales españoles
no supieron ver la devastación moral que tuvo lugar más allá de los daños simplemente
materiales. Se perdió la oportunidad de convertir a España en una indiscutible referencia
como la primera anción del mundo en reclamar una defensa real de su enorme
Patrimonio Monumental. Nuestro histórico complejo de inferioridad, no permitió
que se promovieran iniciativas internacionales, como hicieron otras monarquías europeas,
que sirvieran para defender los bienes culturales en la guerra futura. Es
cierto que el resultado fue precario pero, cuando menos, reafirmaron su
prestigio internacional y su autoridad moral.
En realidad, nuestra inminente
Guerra Civil casi parece una reproducción jibarizada
del conflicto continental y es considerada antesala de la segunda gran tragedia
bélica del continente. La destrucción de bienes culturales, especialmente
ingrata y absurda cuando se trata de una Guerra Civil, será perpetrada pocos
años después por ambos bandos, denunciada y consentida a nivel internacional
como si se tratara, otra vez, de una especie de calamidad inevitable. Esta
visión tan estrecha, quizá producto del pesimismo que inunda nuestra vida
social desde el desastre del 98, nos hizo perder una gran parte de la enorme
ventaja de no haber participado en las grandes contiendas mundiales.
3. Un documento sin raíces
La destrucción de bienes culturales a lo largo de la Gran Guerra, fue propiciada por la
ausencia de una normativa internacional suficiente que los protegiera. Tuvo
lugar previamente el tímido llamamiento de la comunidad internacional que
reclamó la necesidad de elaborar esa normativa y desarrollar suficientes
instrumentos de control para que fuera respetada en el futuro por todas las
naciones civilizadas. Ya conocemos el fracaso de estas iniciativas pero ello no
es óbice para que recordemos la escasa legalidad violentada y el ejemplo que
algunas personas nos ofrecieron con su lucidez.
Al escribir este breve
discurso, tiene este Académico la sensación de escribir un documento sin raíces. En el centenario de la Gran Guerra, poco o nada se recuerda de la destrucción monumental, ni
siquiera se recuerda que la actitud de los beligerantes fue totalmente coherente con la escala de valores que
alentaba la solución bélica. La coherencia ha sido recientemente definida como
una fidelidad dinámica a una luz recibida.
En este caso, la fidelidad de los ejércitos europeos se sostiene no desde una
luz sino desde la espesa oscuridad que transmite esa mentalidad salvaje de la
guerra, que se mantiene prácticamente inalterable desde el comienzo mismo de la
civilización.
La Gran Guerra emerge, sin embargo, en un continente que empieza a ser
definitivamente dominado por el hombre y que sueña con la armónica convivencia
de grandes naciones durante largo tiempo enfrentadas pero que llevan casi cincuenta
años sin combatir.
Los ferrocarriles cruzan diariamente
fronteras y asocian regiones aisladas desde tiempo inmemorial. Una emergente clase
culta y cosmopolita, llena de sana curiosidad, se reúne en los cafés parisinos
o en los balnearios centroeuropeos con un grado de refinamiento y cordialidad
sin precedentes. Se leen periódicos en diversos idiomas y se discute sobre las
guerras decimonónicas como un lastre que debe olvidarse porque ya pertenece a
otra edad de la historia. Pero esta sociedad ya siente el poder creciente y
caprichoso de las masas que otorgan
la interlocución, en situaciones de descontento y con demasiada facilidad, a
quien no la merece y que parecen poco conscientes del peligro que acecha y de
la inmensa catástrofe que se avecina. Apenas hace nada por evitarlo y menos aún
por proteger la herencia monumental de los territorios en conflicto. La mayor
parte de la población, incluso a niveles muy populares, guardaba hacia los
grandes conjuntos monumentales un acusado aprecio y un sentimiento de
pertenencia que había sido brillantemente esbozado por la Historia del Arte en
los primeros años del siglo,
pero no quiso o no supo vislumbrar el daño irreparable que podía producirse en
los cimientos morales de la civilización que sustentaba una vida social ya
marcada por el avance tecnológico y la comunicación.
En cualquier caso, conviene
recordar que, siendo la destrucción material casi incalculable y más que
terrible la absurda pérdida de vidas humanas, la Gran Guerra fue sobre todo una gigantesca hecatombe moral sin
precedentes en la historia, que propició la aparición de un nacionalismo
radical y excluyente que en buena parte despreciaba la cultura –y especialmente
la cultura de los otros- como una
forma de ser débil e inoportuno ante los demás.
4. Los balbuceos del Derecho
Internacional Humanitario
No existía una legislación internacional en 1914, más
allá de alguna breve disposición integrada en las llamadas leyes de la guerra, para la protección de los bienes culturales en
situaciones de conflicto armado. Las breves disposiciones del Convenio de La
Haya de 1907, exponentes del Derecho Internacional Humanitario, solo podían
operar con muy notables limitaciones.
Desde el Congreso de Viena,
sin embargo, las potencias europeas habían mostrado su preocupación por la
destrucción monumental limitando el derecho al botín a los bienes públicos,
señalando una genérica protección de los bienes culturales y estableciendo la
obligación de restituir las obras de arte sustraídas aprovechando la ocupación
y el pillaje. Fue en Norteamérica, sin embargo, donde aparece el primero de los
documentos precursores y encontramos
un primer intento explícito para evitar en estas situaciones la destrucción del
Patrimonio Histórico. En plena Guerra Civil, el Presidente Abraham Lincoln,
entre las Órdenes Generales del Departamento de Guerra, dicta una, la número
100, que pasará a la historia y será conocida como Instrucciones para el Gobierno de las armas de los Estados Unidos en la
batalla. Tales instrucciones seguían las que habían sido redactadas por el
jurista alemán Francis Lieber en 1863, quien había combatido en las Guerras
Napoleónicas y era entonces profesor en la Universidad de Columbia. Este
documento trascendental, conocido como el Código
Lieber, proclamó el deber de proteger
a las obras de arte, colecciones científicas, bibliotecas y hospitales de
cualquier daño, incluso en los sitios fortificados, mientras estén siendo
sitiados o bombardeados.
Años más tarde, el Zar
Alejandro II ampara la iniciativa de Henry Dunant, el fundador de la Cruz Roja,
para celebrar una conferencia internacional que tiene lugar en Bruselas en 1874
y a la que asisten hasta quince estados. Allí se establece una extensa declaración que no fue ratificada por
ninguno de los asistentes pero que, cuando menos, sirvió como modelo para
iniciativas futuras al establecer, como principio general, el deber de
persecución por las autoridades ante la destrucción, apropiación o daño de los
monumentos históricos, obras de arte y ciencia o establecimientos dedicados al
culto, la caridad, la educación, las artes o las ciencias, aunque pertenezcan
al Estado beligerante.
Posteriormente es el Instituto de Derecho Internacional el que publica en 1880
el Manual de Oxford sobre leyes y
costumbres de guerra y subraya, siguiendo la estela de la anterior Declaración de Bruselas, la necesidad de
que esa persecución se materialice a través de la ley penal.
En 1899 y en 1907 tienen
lugar sendas Conferencias Internacionales
de la Paz en La Haya que establecen una serie de disposiciones sobre las
leyes y costumbres de la guerra terrestre que también juegan un papel pionero en el desarrollo de la
protección de los bienes culturales.
La segunda de las conferencias citadas, convocada por Estados Unidos y Rusia y
a la que acuden delegaciones de 44 estados, adopta una docena de Convenios que,
si bien no están expresamente referidos a la protección de monumentos, si
recogen algunas disposiciones de un gran valor.
En primer lugar, el Convenio
(IV) relativo a las leyes y costumbres de la guerra terrestre de 1907 en su
articulo 27, dentro de la seccióń dedicada a las hostilidades, establecía que en los sitios y bombardeos se tomaran todas
las medidas necesarias para favorecer, en
cuanto sea posible, los edificios destinados al culto, a las artes, a las
ciencias, a la beneficencia, los monumentos históricos, los hospitales y los
lugares en donde estén asilados los enfermos y heridos, a condición de que no
se destinen para fines militares. Por su parte el artículo 56, al abordar la
cuestión relativa a los territorios ocupados, establecía que los bienes de las comunidades, los de
establecimientos consagrados al culto, a la caridad, a la instrucción, a las
artes y a las ciencias, aun cuando pertenezcan al Estado serían tratados como propiedad privada. Además, quedaba
prohibido el pillaje y se establecía un deber activo de persecución de toda ocupación, destrucción y deterioro
intencional de tales edificios, de monumentos históricos y de obras artísticas
y científicas.
En segundo lugar, el articulo
5 del Convenio (IX) relativo al bombardeo por fuerzas navales en tiempo de
guerra de 1907 señalaba que en el
bombardeo por fuerzas navales el jefe debe tomar todas las medidas necesarias
para excluir, en cuanto sea posible,
los edificios consagrados al culto, a las artes, a las ciencias y a la
beneficencia, los monumentos históricos, los hospitales y los lugares de
reunión de enfermos o heridos, a condición de que no estén empleados al
mismo tiempo para un fin militar.
Estas normas contienen
importantes limitaciones que podían hacerlas inoperantse con demasiada
facilidad. No solo estaban condicionadas por esa idea de lo posible en una situación tan compleja como la de cualquier
frente de guerra, contenían también una limitación territorial ya que no afectaban
a la zona inmediata de combate y, de manera más amplia, se establecía una reserva de necesidad militar en la que
debía operar como factor interpretativo un indefinido principio de
proporcionalidad.
Este exiguo bagaje jurídico tendría
que enfrentarse a las tres modalidades en la destrucción bélica de la cultura
que tuvieron lugar durante el conflicto y que, por su presencia pertinaz a lo
largo del tiempo, podríamos recordar brevemente en los siguientes términos:
1.
En primer lugar la
destrucción se configura como un mal
necesario que no es buscado de propósito pero que se asume con toda
naturalidad. Puede extenderse incluso a una forma de destrucción pasiva cuando tales bienes no se protegen o se exponen
innecesariamente a su destrucción dándoles un uso militar inapropiado o
permitiendo su completo deterioro y su destrucción.
2.
En segundo lugar,
puede tener una escandalosa finalidad directamente asociada con la degradación
del enemigo y la destrucción de su identidad nacional. Los bienes se destruyen
para humillar al vencido, para imponer nuestra cultura, para minar su
resistencia, para vencerlo con una mayor facilidad y para volver a vencerlo una
vez que ha sido vencido.
3. En tercer lugar, la destrucción es una finalidad en sí
misma que solo procura la satisfacción de instintos o intereses materiales o
inmateriales de carácter individual, no asociados a la estrategia militar o
política. Son actos de simple apoderamiento, rapiña o humillación que apenas
requieren el concierto previo.
Es evidente que la normativa internacional humanitarista no podía oponerse, con un
mínimo de garantías, a una escalada imparable de destrucción. El problema vino
determinado por la ausencia de mecanismos de control y por la limitación que
contenía la propia norma al establecer esa reserva
de necesidad militar
que será utilizada como una excusa recurrente por los agresores. En un ambiente
bélico y enrarecido, asfixiado por el nacionalismo más extremo, como el
respirado en Europa durante aquellos años, esta generosa reserva era casi una
invitación al expolio más enérgico y devastador.
5. El frente como una profunda
herida
El estancamiento del frente facilitó la protección de las
grandes ciudades históricas. El alcance de los bombardeos era todavía bastante
limitado y permitía la consolidación de una retaguardia relativamente cómoda y
segura para el entorno monumental. Además, el carácter básicamente terrestre de
la guerra, la fragilidad de los aviones y dirigibles y la escasez de los
bombardeos aéreos, aún siendo devastadores, no pueden compararse con la infame
devastación de la segunda guerra mundial. Otro elemento novedoso en la
destrucción monumental fue la utilización de gas venenoso con un enorme poder
corrosivo.
Los Convenios de La Haya -en
un alarde de ingenuidad ante la imprecisión de las bombas- establecían un deber de los habitantes de las zonas monumentales
para que construyeran signos visibles en los lugares protegidos mediante la
colocación de grandes tableros rectangulares divididos en dos triángulos en
blanco y negro. Iniciada la destrucción, en 1915, incluso se intentará en
Suiza, siguiendo el modelo de la Cruz
Roja, la creación de un nuevo organismo internacional que sería conocido
como la Cruz de Oro que quedaría
convertida desde entonces en el signo distintivo de aquellos espacios
monumentales o bienes históricos que debían protegerse.
En el escenario de la
verdad, el inicial empuje alemán en el frente occidental demostró que la victoria sobre
Francia, Bélgica y Gran Bretaña pudo estar cerca en las primeras semanas de la
guerra, pero el volumen gigantesco de los ejércitos combatientes y el
sacrificio brutal de vidas humanas, condujo aquella carnicería a una especie de
punto muerto en el que ninguno podía vencer pero tampoco ser vencido. De ahí que
las grandes heridas provocadas por la Gran Guerra en el Patrimonio Histórico se
encuentren, como regla general, en las proximidades del frente.
Es importante recordar que
muchas de estas acciones se enmarcaban en las medidas disuasorias o represivas
que el ejército alemán planteó para abortar cualquier forma de resistencia
civil. Como señaló expresivamente un oficial en su apresurado diario de guerra
durante la ocupación de Lovaina, no debía
quedar siquiera una piedra en pie, y añadía una torpe justificación y una terrible
amenaza: Era necesario enseñarles respeto por Alemania. Por generaciones las
personas vendrán aquí y mirarán lo que le hemos hecho a esta ciudad. Lo que
se pretende, por tanto, no es producto del azar o una simple negligencia, es una
acción deliberada y cruel para agotar el resultado de un crimen, para convertir
en un monumento perdurable la más injusta y abyecta destrucción de la cultura. Entre
los casos más emblemáticos y conocidos se encuentran los del incendio de la Biblioteca
de la Universidad de Lovaina y la destrucción de la catedral gótica de Reims.
Como es sabido, tienen lugar daños irreparables en valiosos bienes culturales
de Bélgica, Francia, Polonia, Rumania, Serbia e Italia, aunque el carácter estático de muchos de los combates hizo que la
devastación fuera menos generalizada que en 1945.
La famosa Biblioteca Central
de la Universidad de Lovaina, fundada en 1425, se ubicada en un edificio de la
época como la elegante Lonja de los Paños
y fue víctima de un incendio intencionado el día 25 de agosto de 1914. La
ciudad había caído en poder de las tropas alemanas sin resistencia y se ocupaba
de manera pacífica aunque el ambiente estaba impregnado de una tensa calma. Un
supuesto contraataque del ejército belga, la sospecha confusa del alzamiento de
algunos ciudadanos y una larga serie de imaginarias excusas, fueron las que
desencadenaron la furia y el completo desastre. El incendio del venerable edificio,
completamente innecesario, se produjo tras el asesinato del Rector y de otras autoridades
locales y hasta se utilizaron para propagarlo, además de gasolina, pastillas
incendiarias que convirtieron, en el transcurso de una larga noche, aquel
espacio maravilloso en un armazón calcinado.
Son famosas las cuantiosas reparaciones
materiales establecidas en el Tratado de
Versalles y las actividades internacionales que se sucedieron para reconstruir
lo imposible. Con todo el esfuerzo realizado después de la guerra por entidades
benéficas británicas y norteamericanas para su reconstrucción, la actual
Biblioteca de la Universidad Católica de Lovaina, nunca podrá recuperar
siquiera una parte de su esplendor. Fueron destruidos 230.000 volúmenes, 750 manuscritos
medievales y centenares de incunables. Se trata de un crimen atroz que generó un
proceso irreversible, una muerte del conocimiento y la cultura, la pérdida de un
tesoro que toda la humanidad perdió y que pierde cada día para siempre.
Coincide esta con otras
acciones posteriores desarrolladas poco después, a lo largo del otoño y en todo
el frente, como el bombardeo de la ciudad flamenca de Ypres, donde los morteros
Krupp del ejército alemán hacen tiro
de precisión para destruir una de las más bellas plazas de Bélgica y la
catedral de San Martin. Tienen lugar además los primeros bombardeos aéreos
realizados por dirigibles alemanes los días 6 y 24 de agosto en las ciudades de
Lieja y Amberes. La destrucción se extendería posteriormente y a lo largo de
toda la guerra en numerosas localidades de los departamentos del norte de
Francia y en varios países europeos.
Las ruinas de la catedral de Reims también conmovieron
al mundo cuando el templo fue destruido al considerarlo un objetivo militar. La
excusa que ofreció el ejército invasor fue la utilización de su torre norte
como puesto de observación para estudiar la ubicación de las baterías alemanas
que se extendían por varias colinas próximas. El bombardeo de la ciudad y de la
catedral duraría prácticamente toda la guerra, desde el 4 de septiembre de 1914
hasta el 5 de octubre de 1918, llegando a impactar en el templo hasta 350
obuses. Varios incendios la convirtieron en cenizas, calcinando la piedra,
mutilando sus esculturas, reventando vidrieras y derritiendo el plomo de la
cubierta, asistiendo la población torturada a la contemplación de un fuego casi
interminable y dantesco porque ni siquiera había agua en la ciudad para
intentar apagarlo.
La
catedral de Reims, construida en el siglo XIII, no solo era un templo de hondo
significado religioso para la población. Era un síbolo nacional de permanencia,
el lugar de coronación de los reyes de Francia, un espacio ánimico y plural en
el que convivían tantas generaciones y era, además de todo eso, una de las
cimas de la historia del arte y un hospital que atendía los heridos del frente.
Por si fuera poco, hasta una maltrecha bandera de la Cruz Roja se agitaba en
sus torres como una tenue voz que intentara inútilmente prevenir el desastre.
Ante la imposibilidad de
referir la extensa nómina de monumentos dañados o destruidos por los bombardeos,
cuando menos quisiera recordar que una de las voces más lúcidas sobre esta
debacle fue la del arquitecto y profesor de la Universidad de Nápoles Roberto Pane quien, consicente del enorme
peligro de caer en el pesimismo, afirmaría que la preservación de su legado
monumental hubiera sido una razón más que suficiente para que Italia hubiese
evitado la guerra. Testigo de la devastación de tantos monumentos italianos en
las dos guerras mundiales, Pane nos ofrece una forma de sabia redención en la
restauración crítica de las grandes ciudades históricas. Las defenderá con
fervor como defenderá el paisaje que las circunda y seguirá luchando toda su
vida por mantener su vigencia frente a la especulación urbanística y la
corrupción. Roberto Pane comprende que esta fatalidad de la destrucción masiva,
tiene que conjugarse con la esperanza de una restauración suficiente y enriquecedora.
Se trata de una labor indispensable, de un signo de esperanza que necesitamos
para recuperra la dignidad perdida.
6. El legado monumental. La
restitución por sustitución
Conforme a las ideas de Pane, la destrucción contiene
un amargo mensaje pero lleno valor: Hay que recordar lo perdido e intentar
recuperarlo en su integridad. No cabe duda de que uno de los legados más
valiosos de la Gran Guerra tiene, como la enseñanza anterior, también una naturaleza
puramente inmaterial. Muchas de las formas sociales que son aceptadas para
recordar hoy el dolor, como los minutos de silencio, proceden de este
gigantesco conflicto y no pocas costumbres de nuestro tiempo encuentran su raíz
en un deseo colectivo de expiación que ha perdurado en los campos de Europa por
encima de territorios y fronteras. El deseo de un nuevo espacio paneuropeo en
el que convivir, casi aflora al final de aquel largo conflicto, pero la firma
del Tratado de Versalles permitirá el triunfo del rencor y el egoísmo nacional
sembrando las semillas del odio en los mismos campos que volverían, veinte años
después, a sufrir el azote despiadado de otra guerra aún más devastadora y
cruel.
Cuando por fin se alcanza la
paz, la pérdida es terrible y aparece como una necesidad angustiosa la
justificación de aquellas voces que alimentaron el rencor y promovieron la
catástrofe. Aunque en la década de los veinte aún cabe algún espacio para la
esperanza, apenas se vislumbra el arrepentimiento. Lo que prima es un deseo de
acotación de los daños sufridos, de búsqueda de formas eficaces de reparación,
con alguna referencia breve e insuficiente a la destrucción del Patrimonio
Histórico.
Una nueva arquitectura
monumental se abre paso en enormes memoriales que nos ofrecen una visión simple
y equivocada de la guerra, una interpretación meramente heroica del desastre
que casi nos invita a vivirlo de nuevo. En los monumentos anteriores el
sacrificio tiene una dimensión más simbólica y procura sostener la imagen
púdica del héroe alzándose sobre su destino. Otras veces es la alegoría de la
diosa victoria la que bendice al pueblo elegido cuando toma las armas para
defender la patria. Pero ahora, la idea que se quiere transmitir es la de un
centinela desmedido en su normalidad, la del gigante que concentra las virtudes
de todos en el soldado desconocido, la imagen de un heroísmo mecánico y
colectivo, completamente falso, donde perece la identidad.
Este legado monumental que
se erige después del conflicto es una voz impostada y es contrario a la fuerza
imparable de las vanguardias que ya animan el alma del continente. Hay en él
una especie de inconsciente deseo social para recomponer la estética pre
bélica, para volver a la Europa feliz que limpia las heridas de 1870, para
justificar la masacre alumbrando una nueva sociedad más justa e igualitaria,
revestida de una especie de clasicismo reparador. Se quiere representar una
guerra limpia y delicada que traiciona completamente la verdad. Se extiende así
entre los vencedores una estética profundamente equivocada, una imagen petrea y
violenta que contribuirá, al margen de su innegable belleza formal, a reanudar
el conflicto apenas transcurren veinte años porque consigue revestir la brutalidad
en un envoltorio de dulzura.
Este labor ofrecerá un
resultado abrumador en Gran Bretaña donde se erigen hasta 54.000 monumentos y
en Francia donde se alcanzan los 38.000. Hasta 1.500 son elevados en Australia
y otros muchos en toda Europa porque no solo las grandes potencias beligerantes
erigen monumentos a los caídos. En Portugal, que vivió una situación muy
parecida a la española, se declara finalmente la guerra a Alemania pero esta
decisión se toma demasiado pronto y el coste de vidas humanas será terrible.
Este sacrificio desmedido solo aumenta las posesiones portuguesas en África
durante algún tiempo y salpica pequeñas ciudades de provincias de monumentos
dramáticos que recuerdan con singular realismo a los soldados caídos sobre los maltrechos
campos de Flandes, como viñetas de una realista novela de aventuras.
Al margen de estas
decisiones estéticas, la preocupación de los supervivientes se centró en tres
aspectos fundamentales, solo el último parcialmente vinculado con la
restauración monumental porque, como sucedió al comienzo del conflicto, los
problemas acuciantes eran de otra índole mucho mas inmediata. En primer lugar se
produce una obsesión, tan frecuente entre las víctimas indirectas de delitos de
sangre, por la búsqueda, recuperación, recuento e identificación de los
cadáveres. Francia promulga en 1915 diversas leyes para la creación de
cementerios militares y en 1917 será creada una comisión británica para el
registro de tumbas. Iniciativas similares aparecen en todas las potencias
beligerantes. Los soldados muertos se ordenan en hileras de tumbas
interminables pero se olvida a los muertos civiles ya que no cabe ante ellos
esa exposición marcial y ordenada de la muerte.
En segundo lugar, la
sociedad resultante es una sociedad anegada de angustia que se enfrenta a una
realidad económica tan cansada que no podrá encauzar adecuadamente ese caudal
de dolor y ansiedad colectiva. Una triste legión de excombatientes
traumatizados, ciegos, lisiados, mutilados, enloquecidos, transitan con sus
uniformes raídos por los campos y ciudades de Europa sin un rumbo firme que les
permita construir la paz en sus corazones.
En tercer lugar, las
reparaciones reclamadas por los vencedores no valoran adecuadamente el daño
moral porque, en gran medida y como demostró el paso del tiempo, lo producen en
los vencidos. Los Tratados de Versalles y Riga de 1919 y 1921 abordaron la
cuestión del Patrimonio Histórico muy limitadamente con un cierto hálito de
rencor y un espíritu retribucionista
e introdujeron un discutible elemento perturbador como fue la llamada restitución por sustitución. En base a
ella, el estado culpable debía proporcionar a la parte perjudicada otros bienes
del mismo valor y naturaleza aunque fueran poseídos sin controversia legal, en
un proceso comparativo muy complejo y siempre inseguro. En tales términos
restituyó Alemania a Bélgica por ejemplo, las conocidas tablas de La adoración del Cordero Místico de Van Eyck, como incompleta reparación de guerra
por las obras de arte y monumentos que fueron destruidos durante la ocupación.
Ya hemos señalado que, con
el paso del tiempo fue abriéndose paso la idea de recuperar algunos espacios
históricos dañados o destruidos a través de la restauración. Numerosos
inmuebles fueron beneficiados pero se cometió el inmenso error de creer que era
suficiente con ello y no se arbitraron otras medidas legales que sirvieran para
advertir y evitar la destrucción futura. Tuvo lugar una reconstrucción física que
festejaba la victoria pero no una reparación de la historia que buscara, en la
medida de lo posible, que desaparecieran las condiciones de rencor que
alumbraron la catástrofe. Las fauces que devoraron Europa siguieron
alimentándose para volver a insistir, una vez recuperadas las fuerzas, en una
misma solución bélica y fatal. De hecho, como si de una obstinada maldición se
tratara, la propia Biblioteca Central de la Universidad de Lovaina volvería a
ser completamente destruida en 1940 durante la Segunda Guerra Mundial.
7. Una conclusión dramática:
La Guerra de Identidad
La Convención de la Haya de
1954 y los esfuerzos realizados por la UNESCO para la protección de bienes
culturales en caso de conflicto armado son encomiables pero, aún hoy,
normalmente inútiles, casi tanto como lo fueron hace un siglo durante la Gran Guerra. Los historiadores sostienen
que pudo tener, por el apoyo de la Cruz Roja, alguna vigencia la Convención de Ginebra, revisada en 1906,
para establecer el trato a los heridos y a los prisioneros de guerra, pero
prácticamente no tuvo ninguna virtualidad la tímida legislación internacional
vigente para la protección material de la cultura.
La cruel enseñanza del siglo
XX apenas ha rendido algún beneficio real, porque la impunidad es la regla
general en esta clase de crímenes y se trata, además, de una impunidad que se expande en un doble sentido. De
una parte, se incrementa cuantitativamente porque los conflictos que
lamentablemente afloran en cualquier lugar del mundo, siguen destruyendo toda
clase de bienes culturales de una naturaleza insustituible con toda impunidad y
sin ningún pudor. De otra, se aprecia una forma de impunidad consentida porque, al margen de alguna iniciativa
internacional más o menos voluntariosa desarrollada por la INTERPOL, son
crímenes que no suelen investigarse por instancia oficial alguna a pesar de su reconocida
gravedad. Toda esta situación queda acreditada por la recreación de un concepto
rescatado desde las profundidades de la historia como el de la Guerra de Identidad que aflora en cualquier
guerra de origen étnico, territorial o religiosa y que convierte la destrucción
de los bienes culturales en una valiosa estrategia de dominación.
La reflexión que debemos
sostener cuando se cumple un siglo de la Gran
Guerra es que, siendo devastadora hasta límites poco imaginables, se quedó pequeña
con el paso del tiempo. No obstante, la que fuera conocida como el fin de todas las guerras, si fue la
primera en demostrar que podía quedar arrasada cualquier manifestación de la
cultura en unos pocos días, sin asumir responsabilidad alguna y en cualquiera
de las regiones más cultas y desarrolladas del planeta.
El rastro monumental del
hombre es caprichoso, frágil y está sometido a los vaivenes de la naturaleza, a
la firme codicia y el azar. Si aprendemos esta enseñanza, lo defendemos con
energía, denunciamos los efectos devastadores de la guerra y dotamos al derecho
internacional de algunos instrumentos efectivos de control, podremos afrontar
el futuro con mayor esperanza. La cultura monumental no solo se conserva, se
construye cada día, se hace posible cuando sabemos imprimir en nuestra conducta
ese respeto hacia la más íntima convicción humana que es la voluntad de
permanecer.
La Gran Guerra abrió un nuevo escenario de destrucción e impunidad y este
infeliz legado debe ser recordado y comparado con el presente porque, en
situaciones de conflicto armado, quienes defendemos el Patrimonio Histórico seguimos
siendo débiles y escasos. La herida sigue abierta, siguió sangrando en la Biblioteca
de Sarajevo, en las estancias saqueadas del Museo Nacional de El Cairo durante
la festejada Primavera Árabe o en esas
frágiles y pequeñas tablas de arcilla de escritura cuneiforme que
milagrosamente llegaron hasta nosotros y que, hace muy pocos años, fueron
impunemente sustraídas del Museo Nacional de Irak. Ahora mismo sangra esa misma
herida en Alepo, la gran ciudad fundada por Alejandro, sangra en llamas sin
apenas reflejo en las agencias de noticias que nos informan cada día de la
salvaje guerra civil de Siria.
Nuestro deber, desde esta
ciudad histórica, quizá la primera con una verdadera vocación europea al cifrarse
en Granada el inicio de la Era Moderna,
desde la humildad de una Academia quizá periférica pero también libre y centenaria,
es recordar nuestra vocación para defender el legado monumental en todo caso y
en todo lugar, incluso el legado de nuestros mayores enemigos. Defenderlo como
esa voz colectiva que nos resume y nos hace mejores e iguales ante nosotros
mismos y ante los demás.
Muchas gracias por su amable atención y buenas noches
Como
ya tuve oportunidad de señalar,
el origen
de esta percepción quizá se encuentra en el famoso Informe suscrito en 1903 por
el historiador del arte Alois Riegl en la Viena imperial para mejora de la
protección legal de los monumentos
públicos de Austria y que se conoce en la historiografía actual como El culto
moderno a los monumentos, su carácter y sus orígenes. Es evidente que este
prodigioso documento marca un trascendental cambio de tendencia en la
percepción de los monumentos públicos y en toda la cultura europea. El
documento de Riegl es multidisciplinar -él mismo contaba con cierta formación
jurídica- y considera especialmente necesaria, entre otras consideraciones
acerca de los distintos valores que guardan estos bienes culturales, una ley
protectora que los tutelara adecuadamente (“Sobre la libertad de los
monumentos”, discurso de ingreso en la Real Academia de Jurisprudencia y
Legislación de Granada el día 28 de junio de 2011, publicación corporativa).